Wednesday, 28 October 2009

X.
PORTAL AL INFRAMUNDO





Cuando las 18 doncellas vieron el túmulo de joyas que yacía en el centro del hoyo hexagonal comenzaron a hablar entre sí y a murmurar, atraídas por la belleza de los colores de las piedras preciosas y los brillantes metales. “Adelante, mis valiosas doncellas. Vuestra juventud y pureza os serán recompensadas con mucho más que los tesoros que tenéis en frente,” les habló la mujer coronada desde el altar de piedra a las sorprendidas jovencitas. “¡Hacedlas pasar al hexágono!” les ordenó a los sombríos custodios, quienes comenzaron a forzar a las doncellas a saltar al hoyo de seis puntas ubicado en el centro de la caverna.

Las niñas comenzaron a distribuirse alrededor del hexágono, unas inquietas mirando hacia el techo de tierra oscura o hacia la mujer que las miraba desde arriba, y otras atrapadas por la belleza de las joyas y metales que tenían al alcance de sus manos. Los seis individuos encapuchados se pararon cada uno en la mitad de cada lado del hexágono sin descender al nivel de las doncellas, que ya comenzaban a repartirse las joyas del montículo.

El joven al lado de la mujer miraba la escena sin saber muy bien qué esperar de ella. Era un simple espectador pasivo que no podía intervenir y que estaba condenado a presenciar lo que fuera que allí ocurriese sin poder protestar u opinar. Desde el lugar donde se encontraba pudo ver como algunas de las niñas comenzaban a taparse la nariz al igual que él lo había hecho cuando había entrado a la caverna. Muchas de ellas habían abandonado ya las joyas y comenzaban a quejarse por la pesadez del aire, intentando en vano buscar con la mirada una salida del hexágono. La figura imponente y pavorosa de los guardias les infundía tal miedo que no se atrevían siquiera a intentar escalar el hoyo en que se encontraban.

De repente, muchas comenzaron a caer al suelo desmayadas ante los gritos de horror de las demás. Pedían a sus custodios en los idiomas de sus ciudades natales que las dejaran salir de allí, que se estaban ahogando, que tuvieran compasión de ellas; pero éstos, como estatuas, no se movieron de su lugar ni cambiaron de posición. “No os preocupéis, queridas mías, pues pronto estaréis bailando y cantando en los campos Elíseos”, les dijo desde su altar la mujer de corona de hierro, y el adolescente que la acompañaba pudo ver aterrado cómo las 18 doncellas caían tendidas al suelo, con las joyas esparcidas por doquier dentro del hexágono. Entonces, uno de los tres encapuchados gigantes habló con una voz de ultratumba, que no era de hombre ni de mujer pero que resonó en todo el recinto.

-ESTRELLA INFERNAL: Las 18 vírgenes han caído bajo el poder del dios Hipnos y los hálitos del averno. Es hora de la circunvalación.

-REINA DE HIERRO: (Alzando los brazos) ¡Ah, estrellas infernales! Esbirros de las Erinias y los más leales guerreros de Hades; a partir de esta noche el mundo de los humanos será el terreno dónde vosotros probareis vuestra fidelidad al dios del inframundo. Con el poder que me ha sido cedido por la Doncella, la Reina de los Muertos, convocaré vuestros surplices y os permitiré elegir un cuerpo terrenal que hospede vuestras almas. ¡Oh, guardianes del Tártaro! El rugido del volcán que yace sobre nosotros será la trompeta que anuncie vuestra llegada a Gea.

La mujer en el altar no había acabado de pronunciar sus palabras rituales cuando los seis encapuchados ya habían comenzado a circunvalar lentamente el hexágono dónde yacían las inconscientes niñas. Sus túnicas negras flotaban en el aire y sus sombríos rostros siempre estaban dirigidos hacia el orificio que había en el centro del techo. El adolescente en el altar, atónito ante la ceremonia que se llevaba a cabo en aquel lugar subterráneo, se limitaba a mirar a los seis individuos rodeando al grupo de doncellas, y al rostro complacido de la mujer que lo había traído allí.

-REINA DE HIERRO: (Dirigiéndose a su joven acompañante con un semblante tranquilo) No te quedes ahí pasmado. Es un gran privilegio el que puedas observar este ritual. Considérate afortunado, si por mi fuera te entregaría a la tortura sin fin de las Erinias por el gran pecado que has cometido. ¡Anda! No me mires así y tráeme la primera ánfora.

Señalándola, la mujer le indicó al joven cuál ánfora requería. Una vez la tuvo en sus manos, se dirigió a la antorcha con forma de cáliz en el centro del altar, y vertió agua sobre ella sin apagar la llama, diciendo: “A ti, oh Poseidón, dios de los Mares y padre de las criaturas magníficas que en ellos habitan; gloria del pasado sellada por la diosa de los humanos.” Sin dejar aquel lugar, le ordenó al joven que le trajera el siguiente cántaro, esta vez derramando vino tinto sobre la antorcha y extinguiendo la llama. Mientras el vino se mezclaba poco a poco con el agua, el humo de la antorcha extinguida ascendía y se esfumaba por el orificio en el centro del techo de la bóveda. “A vosotros, oh deidades celestes, en caso de que vuestras miradas descubran lo que hoy acontece en este templo subterráneo a pesar del tapiz de humo que se cierne sobre esta región.”

A continuación la Reina de Hierro se paró al borde del altar, y tomando la siguiente vasija, derramó el aceite que había en ella sobre el suelo de aquel lugar, a unos pocos metros del hexágono. Luego derramó miel y leche de otras dos ánforas y sobre el mismo lugar, dedicando las tres libaciones a Perséfone, Tánatos e Hipnos respectivamente, e invocando el poder de estas tres deidades del averno. Mientras los seis individuos sombríos continuaban con la circunvalación, la mujer desde el altar tomó el último cántaro y, pronunciando palabras en una lengua desconocida y con una voz que no era propia sino de decenas de doncellas, dejó derramar sangre sobre el charco de aceite, miel y leche que se había formado en el suelo.

El perturbado adolescente no sabía si la tierra se sacudía en aquel instante o si eran sus rodillas las que temblaban del miedo al escuchar las palabras que salían de la boca de aquella mujer. No pudo comprender la lengua en la que hablaba, pero extrañamente sabía que los últimos rezos y la sangre vertida sobre la tierra iban dirigidos al dios Hades. Hubiera querido salir corriendo de aquel lugar, pero su cuerpo no le respondía a causa del miedo y las fuerzas invisibles que lo habían obligado a acompañar a la sacerdotisa con corona de hierro hasta aquel lugar.

El abundante fluido espeso formado por la mezcla de los cuatro líquidos de los últimos cántaros comenzó a recorrer el suelo lentamente hasta llegar al hexágono y verterse sobre él. Súbitamente, las antorchas de madera que iluminaban el lugar disminuyeron la intensidad de sus llamas hasta extinguirse completamente y sumir el lugar en la más profunda penumbra. Sólo se escuchaban las capas de los sombríos guardianes azotadas por un viento helado que había comenzado a recorrer la caverna. Los seis guardianes, la Reina de Hierro y su atemorizado acompañante vieron entonces cómo una tenue luz roja comenzaba a dibujar simétricamente una estrella de seis puntas en la oscuridad en el lugar donde debía estar cavado el hexágono. La luz a su vez se reflejaba en las piedras preciosas esparcidas en el suelo, dejando vislumbrar al adolescente lo que parecían ser innumerables serpientes enroscándose en los cuerpos inmóviles de las niñas y un líquido oscuro que comenzaba a inundar el lugar donde éstas se encontraban. Si hubiera tenido el comando de su voz, arrebatada por la sacerdotisa, habría gritado tan fuerte que ninguno de los presentes en aquel recinto subterráneo hubiera escuchado la explosión que estaba a punto de ocurrir en la superficie.




Los habitantes del pequeño poblado que se encontraba arriba del templo subterráneo se despertaron por el sonido de erupción del Monte Quimera. Alcanzando a penas a levantarse de sus lechos, murieron todos calcinados por el mar hirviente de ceniza y gases espesos que inundó al pueblo. Inmediatamente cayeron del cielo gigantes rocas ígneas que destruyeron algunas construcciones, y un humeante mar de peñascos derretidos arrasó con las casas que aun quedaban en pié y con las estatuas de ceniza en sus interiores. El rugido del volcán y el terremoto que generó la erupción hicieron que la sacerdotisa y su acompañante se tambalearan sobre el altar donde se encontraban. Recuperando su equilibrio, ambos pudieron ver como un hilo de lava resplandeciente fluía a través del agujero en el techo y se vertía sobre el montículo de joyas y metales en el centro del la estrella de seis puntas.


Por efecto de las rocas incandescentes que se filtraban por el orificio en el techo de tierra, el recinto había sido totalmente iluminado una vez más. La piscina de lava, haciéndose cada vez más profunda, había ocultado los trazos de luz roja que formaron anteriormente el hexagrama y derretía poco a poco todo lo que estaba sumergido en ella: las joyas, los metales, las serpientes, el líquido negro, y los cuerpos de las vírgenes. Los temblores del suelo no habían cesado, pero a pesar de eso, los seis encapuchados continuaban con la circunvalación del hexágono sin alterarse por la reciente transformación del escenario donde se encontraban. Entonces, seis figuras oscuras sin forma definida comenzaron a emerger lentamente de la lava, y ante la aparición, los seis individuos se detuvieron cada uno a un lado del margen del hexágono.

Tomando al joven de la mano para que la acompañara, la Reina de Hierro bajó los escalones y se dirigió cerca de la sopa de lava en el momento en que el temblor de la tierra había concluido. Sin soltar la mano del muchacho, se dirigió a los otros seis individuos en el recinto: “Ahora que vuestras vestimentas han sido enviadas desde el inframundo, vuestras almas podrán descansar y sentirse completas. Sin embargo aun necesitan de algunos años para fortalecerse e impregnarse del poder que hoy ha sido invocado en este templo. En este mismo momento habéis de dirigiros a la superficie para encontrar las vasijas humanas más adecuadas para vuestras almas. Recordad que en poco tiempo tendréis que estar listos para recibir a nuestro Señor en este lugar tan infestado de humanos.”

Los surplices, el nombre que recibían las seis armaduras oscuras que yacían en el pozo infernal, comenzaban a tomar formas diferentes nutriéndose de los minerales y el calor del averno. “Vosotros seis seréis la vanguardia del ejército de Hades. Seréis los que precedan el nacimiento de nuestro Señor y la llegada de sus 108 estrellas a este mundo. Tú, Estrella Infernal de la Prudencia, Espectro de Leviatán, ¡abandona las puertas del Tártaro y busca tu morada en la masa humana!” Mientras la mujer decía estas palabras, uno de los individuos encapuchados pareció desvanecerse en forma de humo. La túnica oscura que lo había cubierto hasta ahora quedó vacía sobre el suelo mientras el vapor negro ascendía por el mismo agujero por donde la lava se había filtrado anteriormente.

El joven no sabía a dónde debía mirar, si a los surplices emergentes de la burbujeante lava o a las almas en forma de sombra que ascendían por el centro del recinto dejando atrás sus togas vacías. La mujer continúo nombrando a cada uno de los cinco espectros restantes y con cada nombre, una sombra se esfumaba de la caverna buscando una salida hacia la superficie. El adolescente grabó muy bien en su mente los nombres de los espectros pronunciados por la sacerdotisa: “Estrella Infernal de la Constancia, Espectro de Manticora; Estrella Infernal de la Voluntad, Espectro de Rukh; Estrella Infernal de la Clemencia, Espectro de Súcubo; Estrella Infernal del Autocontrol, Espectro de Salamandra; y Estrella Infernal de la Templanza, Espectro de Quimera.”

Las seis almas sombrías del inframundo se dispersaron al este, al oeste, al norte y al sur del Monte Quimera y encontraron a sus huéspedes humanos antes que la luz del sol brillara en el nuevo día. Sin embargo la región de Lycia no pudo ver la luz del sol en muchos días a causa de la cortina de humo proveniente de la erupción del volcán. En los alrededores del Monte Quimera el paisaje era siniestro: incendios por doquier, nubes de gases venenosos agitándose en la superficie y ningún humano o animal con vida en los alrededores. El poblado al pié del monte había desaparecido por completo. En el templo subterráneo permanecían en silencio la mujer y el joven tomados de la mano, observando los seis surplices que se cocinaban en el pozo de lava hexagonal, adquiriendo formas de seres abominables y bestiales. Las brillantes cadenas que cubrían el brazo izquierdo de la mujer se extendieron y comenzaron a ceñir la mano y el brazo derecho del adolescente como serpientes plateadas, mientras que ella rompía el silencio con sus palabras.

-REINA DE HIERRO: 6 de las 18 Estrellas Infernales ahora están sobrevolando Gea, abandonando la vigilancia de las puertas del Tártaro. Es un colosal riesgo, un gran sacrificio el que hemos tenido que realizar por el craso error de los humanos en que ingenuamente yo había confiado. Traer las seis estrellas infernales hasta este lugar ha sido una encomienda ardua, pero ingresar a Erebo es mucho más fácil que salir de él. (Apretando fuertemente la mano encadenada del joven y mirándolo a los ojos) Por eso prepárate, pecador, porque en este mismo momento nos dirigimos a su espléndido reino, a su trono de ébano. Tendrás que rendir cuentas ante Él por la grave falta que has cometido…


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Wednesday, 21 October 2009

IX: Tres huérfanos

IX.
TRES HUÉRFANOS



Ante los ojos llorosos y las palabras de Eirene, Abel y Beler se quedaron en silencio. El único sonido que se escuchaba en aquella bóveda eran las gotas de agua que caían desde el techo sobre la superficie acuática. Eirene miraba fijamente a Beler, con sus sentimientos al descubierto y sintiéndose humillada por un esclavo ante la figura esculpida del padre que nunca había conocido. La tensión del momento fue rota por las palabras conciliadoras de Abel.

-ABEL: Disculpe a Beler, señorita Eirene. Estoy seguro que sus intenciones no eran malas. Usted sabe que apenas ha comenzado a hablar, y bueno, a veces no sabe lo que dice. Además no sabíamos que este lugar era también un sepulcro y que aquí se encontraba sepultado su padre. Por favor discúlpelo.

-EIRENE: (Aun mirando a Beler muy enojada) Más te vale que cuides la forma en que me hablas, niño. Recuerda que sólo eres un esclavo en este palacio, y que incluso soy mayor que tú, así sea sólo por un año.

Beler, aun con la inútil antorcha en su mano izquierda, no supo cómo responder o qué agregar para enmendar el error que aparentemente había cometido con la nieta de Polyeidos. Era un niño espontáneo, que a diferencia de Abel, no preveía las consecuencias de sus impulsos y no entendía completamente la posición que tenía como esclavo en el palacio. Sin embargo, las escasas lágrimas que por su culpa desbordaban los ojos de la niña, hicieron que a Beler lo invadiera una sensación de arrepentimiento y se le dificultara mirarla directamente a los ojos. Eirene entonces lo liberó de su mirada recriminadora, y se volteó hacia la tumba de su padre, observando fijamente hermosa la escultura del hombre alado, con una expresión melancólica en su rostro.

-EIRENE: Así como ustedes, yo también soy una huérfana. Ésta es la tumba de mi papá, a quien nunca conocí. Y mi madre, la hija de mi abuelito, está sepultada al norte de la ciudad. El tercer día de cada semana voy con mi abuelo a visitarla y a adornar su sepultura con flores. Tampoco pude conocer a mi madre, quien murió pocos días después de mi nacimiento.

-ABEL: (Luego de una larga pausa en la que meditó sobre las revelaciones del momento) Pero ¿por qué la sepultura de su padre está en este lugar, tan lejos de la su madre, señorita Eirene?

-EIRENE (Aun mirando la escultura) Eso ha sido decisión de mi abuelito. Mi padre fue un hombre excepcional que él admiró y respetó mucho; y que, como mi abuelo, dedicó su vida al servicio de la diosa Atenea. (Luego de una pausa) Bueno, he cumplido mi promesa de enseñarles la habitación secreta más hermosa del palacio. Ya podemos regresar a dormir.

Luego de estas palabras, Eirene se dio vuelta y comenzó a caminar hacia la entrada del mausoleo cisterna con la falda recogida sobre sus rodillas. Beler y Abel la siguieron, dejando atrás al petrificado hombre alado; Beler cabizbajo y pensativo, olvidando los tesoros que abundaban en aquel bello lugar y balanceando la antorcha que llevaba en su mano, y Abel divisando por entre las columnas de mármol una pequeña reja de hierro que parecía conectar la cisterna con otro pasillo.

-ABEL: Señorita Eirene, ¿puedo preguntarle hacia dónde lleva aquel túnel, el de la derecha?

-EIRENE: (Sin dejar de avanzar) Si te vas por ese pasadizo llegarás eventualmente al templo de Atenea en la superficie. Mi abuelo lo usa casi todos los días para regresar al palacio. (Subiendo el par de peldaños de piedra por dónde habían entrado minutos atrás) Beler, ve tú de primero. Necesitamos la luz de la antorcha para poder subir al palacio sin tropezar.

Los tres niños regresaron a la superficie por la escalera en forma de caracol por dónde habían bajado a la cisterna. Una vez estuvieron en el huerto, Eirene encadenó la puerta y aseguró el candado de León después de que Abel la había cerrado. El cielo nocturno, aunque aun exponiendo algunas estrellas, había comenzado a cubrirse de nubes oscuras, y el sonido del viento, impropio de las noches de verano en Pirene, silbaba agudamente por entre los caminos de la polis, inquietando a los niños.

-ABEL: (Mirando a las nubes) Hace poco, antes de que bajara por ustedes, el cielo estaba igual de hermoso que ayer cuando estuvimos en las fuentes mirando las estrellas. Qué raro ver el cielo así en verano.

-EIRENE: Tienes razón. ¡Qué diferencia! Y el viento está helado. Ayer todo era perfecto, la noche, el clima y las estrellas. Ha sido la noche más bonita que he presenciado en mi vida. (Mientras miraba a Beler, quien se disponía a regresar la antorcha a su sitio) Oye Beler, qué te parece si la próxima semana regresamos los tres a las fuentes… Si me vuelves a llevar a tus espaldas te perdonaré por haberte burlado de mí.

Beler no supo qué responder y se quedó mirando a la pequeña Eirene, quien luego de decir sus palabras le sonrió. Sin decir nada, Beler también le sonrió tímidamente y luego miró al cielo. Pensaba en la noche que ayer habían pasado los tres en las fuentes de Pirene bajo miles de astros brillantes; en la noche de hoy y el recorrido por el luminoso mausoleo acuático bajo tierra del palacio; y en el día de mañana, dónde comenzaría la importante instrucción en armas de guerra a cargo de Próetus y algunos guerreros experimentados de la ciudad.

-ABEL: (En desacuerdo con la propuesta de la niña) Pero señorita Eirene, ya hemos ido ayer a las fuentes… ¿por qué quiere regresar?

-EIRENE: Te olvidas que no hemos visto aun la lluvia de estrellas. Y no hagas esa cara… parece que no hubieras disfrutado de la noche de ayer como lo hicimos nosotros dos. A ti es al que más le gusta observar estrellas, ¿no?

Fue así que, a pesar de la oposición de Abel, quedaron de reunirse los tres nuevamente a la semana siguiente para visitar las fuentes de Pirene en busca de la lluvia de estrellas con la que Eirene soñaba a menudo. Ella se aseguró que la puerta que conducía a las escaleras de caracol estuviera bien cerrada, y luego se dirigió a su dormitorio en el segundo nivel del palacio, cerca a la recámara de Polyeidos, con el estuche de madera y el pañuelo azul es sus manos. Los dos chicos también regresaron a su dormitorio silenciosamente, pero cuando se disponían a dormir, escucharon inesperadamente la voz de Kalós que les habló desde la oscuridad de la habitación.

-KALÓS: Ésta es la segunda vez que se ausentan por tanto tiempo del cuarto… ¿qué estaban haciendo?

-ABEL: (Casi susurrando) Por favor baja la voz, no sea que los gemelos se despierten.

-KALÓS: (Parándose de su lecho) Esos dos duermen como rocas, ni siquiera un temblor de tierra los despertaría. Más les vale que me respondan, ¿dónde estaban?

-ABEL: Sólo estábamos tomando aire fresco en el huerto.

-KALÓS: Aire fresco en el huerto… Si no me dicen la verdad mañana le contaré a Próetus que se están viendo secretamente con la pequeña fastidiosa en las noches.

-ABEL: (Alarmado por las palabras de Kalós) ¡Eso no es verdad! ¿Por qué piensas eso?

-KALÓS: Si insistes en mentirme verás de las cosas que soy capaz, Abel. Ayer, como tantas noches, me he despertado con los gritos del mudo, y cuando ustedes dos salieron del dormitorio los he seguido a ambos. Los he visto reunirse con la nieta de Polyeidos en el huerto. También sé que has vuelto a hablar, mudo, así que tú también puedes decirme qué estaban haciendo hoy.

Beler pensó en las palabras de Eirene y decidió que no era conveniente contar lo del mausoleo subterráneo lleno de tesoros, y como Kalós al parecer no había visto el momento en que ayer habían saltado el muro e ido a las fuentes de Pirene, decidió que eso era lo más conveniente para revelarle.

-BELER: Hemos ido con Eirene a las fuentes de Pirene, pues ella quería ver la lluvia de estrellas de las que tanto hablan Próetus y el señor Polyeidos. Hoy, ella misma, me ha pedido que te invitara para el próximo encuentro, que será la semana siguiente. ¿Vendrás con nosotros?

Kalós, sin poder ver la expresión en el rostro de Beler, se quedó pensando ante las palabras del huérfano. Ni Beler ni Abel pudieron ver tampoco su pícara mirada ni su amplia sonrisa. Kalós se dirigió entonces a ciegas hacia el lecho de Beler y, tanteando, le puso una mano sobre la cabeza.

-KALÓS: ¿Estás seguro que me estás diciendo la verdad, pequeño mudo? Si llego a descubrir que me estás mintiendo te daré una paliza que nunca olvidarás y haré que el viejo los expulse a ambos del palacio.

-BELER: No me importan tus amenazas ni te tengo miedo, pero tampoco te estoy mintiendo. El segundo día de la próxima semana lo comprobarás. (Quitando la mano de Kalós sobre su cabeza) Ahora déjanos dormir que mañana será un día interesante y no quiero sentirme cansado.

-KALÓS: (volviendo a su lecho) ¡Ay de los dos donde me estén mintiendo!

Los tres pasaron aquella noche sin poder dormir, pensando en las experiencias vividas y en los peligros y las aventuras que los siguientes días les traerían, sin saber de los catastróficos sucesos que al mismo tiempo ocurrían en otra parte de Gea, más allá del mar Egeo en la región de Lycia de Asia Menor. Al igual que los habitantes de Pirene, los habitantes de un pequeño poblado al sur de Phaselis dormían tranquilamente sin darse cuenta del estremecimiento de los animales y del aire de la región. Las aves, los animales de las granjas y los perros comenzaron a huir de la aldea despavoridamente y en bandadas, presintiendo el mal que se cocinaba en el Monte Quimera. Alrededor de esta enorme chimenea de roca y tierra, el cielo se había cubierto por una gruesa cortina de humo y ceniza que ocultaba los astros y sumía en la oscuridad a toda la región de Lycia.


Allí, muchos metros bajo tierra, una joven mujer, ataviada por un largo vestido azul oscuro y púrpura, entraba en una bóveda igual de espaciosa que aquella que había bajo el Palacio de Polyeidos en Pirene. Era una dama alta de cabello negro brillante, atado por una enorme corona negra de hierro con incrustaciones de rubíes y ágatas. Sus blancos brazos también estaban cubiertos por cadenas plateadas con gemas rojas, berilios y amatistas. La caverna circular que tenía en frente estaba iluminada por numerosas antorchas de madera encendidas, dispuestas en el muro de piedra. En el centro de la habitación había un hoyo hexagonal no muy profundo cavado en la tierra de forma muy simétrica, y al centro del hexágono había un túmulo de joyas de muchos colores y otros metales raros de formas variadas. Sobre el montículo de joyas y metales había un agujero en el techo de tierra que muchos metros arriba llevaba a la superficie, justo al centro del poblado que se encontraba al pié del Monte Quimera.

La mujer, que supervisaba con la mirada que todo estuviera en orden, venía acompañada a su derecha por un joven de 15 años y cabello oscuro, que, tapándose la nariz al sentir lo viciado del aire de aquella habitación, seguía a la doncella arrastrado como por fuerzas invisibles. La mujer, luego de observar minuciosamente el tenebroso lugar, volvió su cara al joven, y, sonriendo, le tomó la mano izquierda. “Ven, dirijámonos al altar, no sea que caigas paralizado por los gases del averno,” y diciendo esto, ambos se dirigieron a su izquierda y ascendieron 36 escalones de piedra oscura hasta llegar a un altar circular del mismo material, con una pequeña antorcha encendida en forma de copa en el centro, y rodeado por 6 cántaros de barro y oro. Desde este lugar, ambos tenían una visión privilegiada de todo el recinto.

“¡Mira! Ya llegan las vírgenes,” le dijo la mujer al joven, señalándole con la mano el umbral por donde comenzaban a entrar varias filas de silenciosas niñas que no sobrepasaban los 15 años, todas vestidas de blanco. En total, entraron 18 niñas en aquella caverna, custodiadas por seis individuos totalmente cubiertos por túnicas negras y grises, tres de ellos de estatura media, y los otros tres con tamaños desproporcionados; una de ellos casi un gigante. La mujer, complacida con la llegada de las vírgenes y sus guardianes y sin dejar de observar el panorama de la caverna desde el altar, le murmuró a su joven acompañante: “Todo está preparado para la expiación de tu pecado y enmendar el monumental fracaso del fratricida. Ahora tus ojos humanos verán cómo la primera y más temible legión de Erebo se yergue para preparar la llegada de nuestro señor a la tierra que caminan los mortales…”


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Sunday, 18 October 2009

VIII: Alas doradas

PRIMERA PARTE: EL NACIMIENTO DE UN GUERRERO

VIII.
ALAS DORADAS



Agua, mármol, piedra, oro y luz se mezclaron como pinturas en un lienzo para formar un espectáculo que ni el más sensible de los poetas de Pirene hubiera podido describir. En simples palabras, era una bóveda cuadrada y luminosa, inundada a flor de tierra, que abarcaba el mismo terreno que el palacio bajo el cual se hallaba, y cuyo tamaño parecía ser mayor por el reflejo de su cúpula en el agua. De la superficie acuática sobresalían altas y gruesas columnas de mármol y piedra, de diferentes tonos verdes adquiridos quizás por la humedad del lugar, y bajo el agua estática se podían observar monedas de oro y plata, y otros objetos brillantes. Pero lo que más llamó la atención de Beler en aquel lugar majestuoso fue la luz dorada que, reflejada en las monedas y el agua, inundaba toda la cisterna y le hicieron olvidar que se encontraban a altas horas de la noche.

-BELER: (Aun sin salir de su asombro) ¿Qué es esto, Eirene? ¿Dónde nos encontramos?

-EIRENE: (Recogiéndose la falda con las manos y bajando un par de escalones para introducir sus pies en el agua) Ya Abel lo dijo arriba; estamos en la cisterna del palacio.

-BELER: Pero… ¿Y esas monedas? ¿Y esa luz? ¿De dónde viene esa luz? No veo ninguna antorcha ¡y este lugar está completamente iluminado!

-EIRENE: (Ya en el agua y volteándose hacia Beler para mirarlo a los ojos y sonreír) Valió la pena haber bajado conmigo a este lugar ¿cierto? Aquí, mi abuelo ha depositado los tesoros que ha heredado de su familia y regalos valiosos que le han hecho hombres nobles de Tebas, Atenas y Lacedemonia. (Dándose la vuelta y avanzando por el camino acuático) Ahora ven, los tesoros de la cisterna no es lo único interesante que quería mostrarte.

Entonces, para no quedarse atrás, Beler se introdujo hasta las rodillas en el agua de la habitación, y sintió una extraña calidez que acariciaba sus piernas mientras avanzaba hacia Eirene. Incluso el suelo de piedra que recorría con sus pies desnudos estaba tibio. Mientras caminaba tras la doncella del palacio por entre las filas de columnas hermosamente esculpidas, Beler no sabía si mirar a lo alto de la imponente y goteante cúpula, o hacia el fulgor del agua y los tesoros dispersados en el fondo de ella. Se acordó que llevaba una antorcha encendida en la mano, y pensó en lo inútil de su luz comparada con la luminosidad de aquella habitación. Y también recordó lo mucho que siempre había querido entrar al templo de Atenea desde que llegó a Pirene a pesar de ser un esclavo. Pero ahora tenía la oportunidad de recorrer un lugar quizá más solemne y esplendoroso que el mismo templo de la diosa de la sabiduría y la guerra.

-BELER: (Apartándose un poco del camino que estaba siguiendo para buscar el origen de la luz) ¡Oye, Eirene! Aun no me dices de dónde proviene toda esta luz dorada.

-EIRENE: (Dándose la vuelta hacia Beler) ¡Ten cuidado! A los lados el agua es más profunda y si pisas donde no debes podrías ahogarte.

-BELER: (Palpando las columnas) No te preocupes, Próetus nos ha enseñado a nadar en las fuentes. Los únicos que no han podido aprender son los gemelos. En la natación es en lo único que les podemos ganar.

-EIRENE: (Acercándose a Beler) ¿Y cómo le va a Kalós en natación?

-BELER: (Observando el interés en los ojos de Eirene) No lo hace mal. Es un buen nadador, al menos mejor que Delíades y Ganímedes.

-EIRENE: (Mirando hacia el suelo acuático, algo apenada y pensando en Kalós) ¿Alguna vez me enseñarías a nadar?

-BELER: (Extrañado con la pregunta) ¿Qué? ¿Quieres aprender a nadar?

-EIRENE: (Pensativa) Sí, nadie me ha enseñado… ya sabes que me la paso todos los días en el palacio leyendo libros aburridos, y aprendiendo a tocar el arpa y a tejer. Entonces qué dices, ¿me enseñarías a nadar?

-BELER: (Pensando en que sería divertido pero que no habría oportunidad para que la instrucción se pudiera llevar a cabo) No creo que a tu abuelo le agrade mucho la idea… quizá cuando estemos más grandes y yo ya no sea un esclavo. (Luego de una pausa) Recuerda que aun no me respondes de dónde viene la luz de este estanque.

-EIRENE: (Algo decepcionada con la respuesta, pensando en lo sola que se sentiría cuando los huérfanos dejaran la casa para ser hombres libres) No sé. Siempre hay luz en este lugar, y el agua siempre está calentita. Deben ser algunas rocas especiales en el suelo, pero no estoy segura.


Ambos prosiguieron su camino bajo el techo goteante, Eirene un tanto cabizbaja pensando en su futuro y en el de sus amigos huérfanos, y Beler aun boquiabierto por la revelación del magnífico lugar. Con cada paso que daba aumentaba su asombro al pensar que tan hermoso lugar había yacido siempre bajo sus pies desde que llegó al palacio de Polyeidos. Mientras observaba algunos tesoros brillantes bajo el agua, vio que algo se escabulló entre ellos y los hizo cambiar de posición.

-BELER: (Deteniendo su paso) ¿Qué fue eso? Algo se movió bajo el agua.

-EIRENE: (Dándose la vuelta hacia Beler nuevamente) No te alarmes; sólo son pececitos de agua dulce.

-BELER: ¿Peces? ¿Y qué hacen aquí? ¿Cómo llegaron a la cisterna?

-EIRENE: Mi abuelo los ha traído desde las fuentes de Pirene. Yo a veces bajo desde la recámara de mi abuelito y los alimento. (Inclinándose y tomando un poco de agua con una de sus manos, viendo como se desliza entre sus dedos) Y no sólo los peces son traídos desde las fuentes; el agua también. Quizás por eso es tan cálida… esta agua ha sido testigo de lluvias de estrellas en el pasado. (Mirando a Beler fijamente) Tenemos que regresar a las fuentes la próxima semana. ¡Aun no hemos visto la lluvia de estrellas!

Eirene no había acabado de pronunciar su última frase, cuando Beler se percató del brillo dorado de un objeto que no se distinguía bien unos metros más delante. De lejos parecía la escultura de oro de un ave gigante; mas cuando Beler se acercó un poco más, pudo ver que se trataba de la figura de un hombre desnudo con alas. El cuerpo estaba esculpido en mármol y piedra caliza, y las alas, extendidas a los lados, parecían hechas de oro. La efigie alada estaba sentada sobre un cofre rectangular gris y blanco que sobresalía del agua luminosa. El cofre estaba finamente tallado en mármol y piedra, y en todos sus lados tenía esculpidas figuras de la diosa Atenea. Eirene, salpicando su vestido con sus afanados pasos para alcanzar a Beler, estaba deseosa de ver la expresión de sorpresa en la cara del niño parado en frente de la escultura.


-EIRENE: (Mirando también la estatua sobre el cofre) Y bien, ¿qué te parece?

-BELER: (Sintiéndose él mismo una estatua ante la belleza de la escultura que tenía al frente) ¿Quién es ése?

-ABEL: (Apareciendo silenciosamente unos cuantos pasos atrás entre las aguas) Parece ser el dios del amor.

-BELER: (Dándose la vuelta para ver al niño) ¡Abel! ¡No te sentí llegar!

-ABEL: (Posando una mano sobre el hombro de Beler) Es que como demoraban tanto quise venir a asegurarme de que no les hubiera ocurrido nada malo. (Mirando a ambos niños) Ya hemos visto la habitación secreta que Eirene nos prometió y ha sido suficiente de aventuras por hoy. Creo que ya es hora de regresar a los dormitorios; mañana nos espera un día difícil.

-BELER: (mirando nuevamente la escultura) ¡Pero mira! Todo este lugar maravilloso ha estado siempre bajo nuestros pies sin que supiéramos de él.

-EIRENE: ¡Y debe seguir secreto para los demás! Mi abuelito no se puede enterar que los he traído aquí. Será nuestro gran secreto.

-BELER: (Burlándose) ¿Ni siquiera le podemos contar a Kalós?

-EIRENE: (enojada) ¡No! Sólo los he traído aquí porque ayer me llevaron con ustedes a las afueras de Pirene.

-BELER: (mirando de reojo a Abel, con una sonrisa burlona) ¿Y no piensas traer a Kalós aquí, frente al dios del amor?

-EIRENE: ¡¿Te estás burlando de mí?!

-BELER: (Aun sonriendo) No me burlo de ti… pero como creía que estabas enamorada de Kalós, pensé que sería una buena idea que lo trajeras frente al dios del amor para que le lanzara una flecha y así lograras que él también se enamorara de ti.


-EIRENE: (Sonrojada y ofendida, al punto de las lágrimas) ¡Insolente! ¡Cómo te atreves a decirme eso! Y además, éste no es Eros. Ésta es una estatua de mi papá. Y ese cofre que ven ahí es su féretro. ¡Ésta bóveda es un mausoleo! ¡¿Cómo te atreves a burlarte de mí en frente de la tumba de mi papá?!




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Thursday, 15 October 2009

VII: DESCENSO A LA CISTERNA

PRIMERA PARTE: EL NACIMIENTO DE UN GUERRERO

VII.

DESCENSO A LA CISTERNA



A pesar de que no lograron presenciar una lluvia de estrellas, los tres niños recordarían aquella primera noche en que los tres estuvieron juntos como una de las más felices de su infancia. Regresaron rápidamente al palacio una vez el cielo pasó de azul oscuro a simplemente azul y el brillo estelar comenzó a disminuir. Beler llevó cargada sobre su espalda a la complacida Eirene una vez más, e igualmente escalaron el muro que los llevaría al huerto donde horas atrás se habían reunido los tres y escuchado la voz de Beler por primera vez.


Antes de irse a sus respectivos dormitorios, quedaron de encontrarse en el mismo lugar y a la misma hora, si todo salía bien, para que Eirene cumpliera la promesa de llevarlos a la habitación secreta de la planta subterránea del palacio. Cuando Beler y Abel regresaron a su recámara, se cuidaron de no hacer mucho ruido para no despertar a los demás chicos, y alcanzaron a dormir un par de horas antes de que Próetus viniera por ellos como todos los días para iniciar las lecciones de aritmética, que era el tema con el cual iniciaban todas las mañanas antes de que la primera comida estuviera lista.

Los tres niños pasaron algo somnolientos el día, condición que afectó sobre todo a Beler y a Abel en los entrenamientos del gimnasio. Beler no les reveló a los demás que ya había comenzado a hablar nuevamente, aunque Abel estuvo en desacuerdo con aquella decisión. Eirene, quien pudo tomar una siesta en la tarde, sólo tuvo problemas para concentrarse en la clase de danza y música, pensando en la experiencia maravillosa que había disfrutado con los dos chicos.

La tarde y la noche transcurrieron normalmente, quizá más calurosas que de costumbre, y pronto les había llegado la hora de reunirse en el huerto una vez más. Eirene tuvo que esperar a los chicos por mucho tiempo, ya que a éstos se les dificultó despertar por el cansancio y porque esa noche Beler no tuvo pesadillas que le quitaran el sueño. Allí los esperaba impaciente la niña, alumbrada por la luz de las estrellas, con un pañuelo azul en una mano y un pequeño estuche de madera en la otra.

-EIRENE: (Enojada) Al fin llegan… pensé que me iban a dejar esperándolos toda la alborada.

-ABEL: (Bostezando) Perdónenos, señorita Eirene. Fue difícil intentar no dormirnos; aun estamos muy cansados y ayer entrenamos fuertemente en el gimnasio. A mí me duele todo.

-BELER: (Mirando a Eirene) Ayer Kalós le dio otra paliza a Abel en lucha…

-ABEL: (Objetándole a Beler) Tú también te viste en aprietos ante Delíades, así que no me lo reproches tanto.

-BELER: Pero yo al menos me defiendo. Además ayer estaba cansado y tenía sueño, pero en cambio tú te dejas derrotar y humillar de Kalós todos los días, sin siquiera intentar hacer algo para evitarlo.

-EIRENE: Ya dejen de discutir y de quejarse. Deberían sentirse afortunados por poder entrenar e ir al gimnasio como los demás chicos a pesar de ser esclavos. Yo misma quisiera poder acompañarlos y aprender a luchar.

-ABEL: Pues yo preferiría aprender a tocar el arpa o la flauta como usted, señorita Eirene, o aprender a esculpir la piedra.

-EIRENE: ¡Bah! No es tan divertido como parece. La mayoría de las veces me aburro en las lecciones de música.

-BELER: Bueno, cumple rápido tu promesa de llevarnos a la habitación secreta de tu abuelo, que hoy quiero volver rápido a la cama. Mañana nos comenzarán a instruir en armas, y quiero estar muy descansado para poder concentrarme.

Luego de que Abel cogiera una de las antorchas que había en el huerto por instrucción de Eirene, se dirigieron los tres hacia una pequeña puerta de madera que había allí mismo. Éste era uno de los muchos lugares vedados para los esclavos en el palacio de Polyeidos; pero esta habitación, a diferencia de las demás, estaba cerrada por una gruesa cadena con un candado en forma de león. Eirene sacó del estuche de madera una llave de hierro oxidada.

-ABEL: (Escéptico) ¿Qué acaso ese lugar no es donde se encuentra la cisterna del palacio?

-EIRENE: (Introduciendo la llave en el cerrojo del candado) Sí, estás en lo cierto; pero es mucho más que eso. El lugar a dónde vamos es la habitación que mi abuelito guarda con más recelo, incluso más que su biblioteca personal a la que tú has tenido acceso. Si mi abuelo llega a enterarse de esto que estamos haciendo, nos veremos en graves problemas.

-ABEL: Si es así, creo que es mejor que regresemos a nuestros dormitorios. No quiero disgustar al señor Polyeidos, él se ha portado muy bien conmigo.

-EIRENE: (Sacando la llave del cerrojo) ¡Qué cobarde! ¿Qué no te gusta la aventura? ¿O será que tienes miedo de lo que veremos allí? Creí que ustedes estaban siendo entrenados para convertirse en guerreros temerarios. (Golpeando suavemente con el codo a Beler) Qué dices, Beler, ¿tú también te has arrepentido?

-BELER: (Bostezando) Sólo espero que sepas lo que estás haciendo y que lo que haya detrás de esta puerta valga el estar despiertos a estas horas de la noche.

Eirene volvió a introducir la llave en el cerrojo del candado y le dio vuelta, quitando el candado y la cadena con mucho cuidado y poniéndolos a un lado. Abel, con la antorcha en la mano, miraba hacia el umbral que conectaba el huerto con el palacio, por dónde habían llegado, imaginándose las consecuencias de esta aventura si alguno de los esclavos los llegara a ver entrando en la cisterna vedada.

-EIRENE: Beler, necesito que empujes la puerta fuertemente, pero intentando no hacer mucho ruido. Ten cuidado porque creo que es muy vieja y está muy pesada.

-BELER: (Empujando lentamente la puerta) Prepárate Abel para defenderme si alguna bestia nos está esperando detrás de esta puerta. (Observando hacia el pasaje tras la puerta) ¡Qué oscuridad!

-EIRENE: No tengan miedo, en el lugar a donde vamos no hay ni siquiera bichitos. Ahora necesito que se limpien los pies con este pañuelo. (Entregándole a Beler el pañuelo azul que tenía en la mano) No podemos entrar con los pies sucios o mi abuelo sabrá que alguien quebrantó su regla.

-ABEL: Creo que yo me quedaré aquí; haré de guardia mientras ustedes se adentran en la cisterna. (Dirigiéndose a Beler) Luego me cuentas que viste.

-EIRENE: Entonces dale la antorcha a Beler. ¡Qué actitud! Te dejaremos el pañuelo para que te limpies los pies si es que te aburres aquí solo y luego decides bajar.

Beler, ya con la antorcha en la mano, alumbró al interior y pudo ver unos escalones de piedra que bajaban y subían. Eirene entonces se le adelantó y comenzó a bajar con cuidado la escalinata.

-BELER: ¡Oye! Espera un momento. Si subiéramos los escalones ¿a dónde llegaríamos?

-EIRENE: A la recámara de mi abuelito, así que baja la voz para que no nos escuche. ¡Apresúrate que necesito la luz de la antorcha para seguir descendiendo!

-BELER: (Dirigiéndose a Abel) ¿Seguro no vienes con nosotros? Ya abrimos la puerta, sería un desperdicio de tiempo no bajar…

-ABEL: Ve tú y acompaña a la señorita Eirene. Yo me quedaré aquí y les avisaré si algo especial acontece acá arriba.

-BELER: ¡Vamos, amigo! Sabes que yo te protegería si algún monstruo aparece en la oscuridad.

-ABEL: No insistas. Y no pienses que tengo miedo; no bajaré con ustedes por respeto al señor Polyeidos. Sabes que le tengo mucho aprecio y lo veo como al abuelo que nunca tuve. (Sonriendo) Sé que me protegerías de cualquier peligro; lo he leído en las estrellas ayer cuando estuvimos en las fuentes. Pero hoy tendrás que proteger sólo a la señorita Eirene. Mejor date prisa y baja con ella que se va a desesperar.


Fue así que Beler e Eirene descendieron varios metros por la escalinata de piedra que bajaba en forma de caracol, dejando atrás a Abel, quien se recostó en un muro del huerto a observar el firmamento. Abajo, la claustrofobia que comenzaba a invadir el corazón de Beler fue dispersada por una pálida luz que se filtró a través del umbral de una habitación al final de la escalinata. Eirene comenzó a dar pasos largos hasta huir de la luz de la antorcha. Beler la encontró nuevamente parada bajo un arco de mármol dibujado por reflejos de luces acuáticas, provenientes del interior de la cisterna. “Hemos llegado” dijo Eirene, y al atravesar el arco, Beler creyó alucinar con el espectáculo de colores que se encontró en aquella habitación subterránea del palacio donde había estado viviendo por más de un año.


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Tuesday, 13 October 2009

VI: LA DESTRUCCIÓN DE ALEION


PRIMERA PARTE: EL NACIMENTO DE UN GUERRERO



VI.
LA DESTRUCCIÓN DE ALEION

Eirene, sonrojada, se aferró fuertemente con sus frágiles brazos y piernas al cuerpo de Beler, quien pudo sentir el corazón de la niña latiendo enérgicamente mientras él escalaba con la misma facilidad con la que lo hizo solo anteriormente. Abel, ya al otro lado de muro, pudo ver cómo ambos niños aparecieron por encima del murallón y de un salto cayeron a su lado, despertando a algunos perros pequeños que se les acercaron y olfatearon hasta perder su curiosidad.

-ABEL: (Acuclillándose para acariciar uno de los canes) No tenga miedo, señorita Eirene. Sólo son perros juguetones.

-EIRENE: (escudándose con la espalda de Beler) No les tengo miedo; pero sus narices están frías y húmedas y me hacen cosquillas en las piernas…


-BELER: Recuerda que mañana nos tienes que llevar a esta misma hora a la habitación secreta del Palacio. Ése fue el trato si te traíamos con nosotros.



-EIRENE: No se me va a olvidar. Sólo tienen que esperarse hasta mañana para que yo pueda conseguir la llave en la habitación de mi abuelito. Soy una dama de honor y siempre cumplo mi palabra. Ya verán.


-BELER: Eso esperamos. Ahora, vamos rápido que tenemos que estar de regreso antes de que salga el sol.


-ABEL: (Poniendo una mano en el hombro de Beler, quien ya comenzaba a aumentar el paso) ¡Espera! Antes que vayamos a las fuentes, hay algo que te quiero preguntar. Me acabo de dar cuenta de que no nos has dicho cuál es tu verdadero nombre.


-BELER: (Sonriendo ante la mirada expectante de Abel y Eirene) Beler me gusta. Es el nombre de un héroe y es poco común.


-ABEL: Ése fue el nombre que te dio Próetus; pero, ¿cuál es el nombre que tenías antes de llegar a Pirene, cuando aun vivías en Aleion?


-BELER: (sonriente) Ya te dije, Beler me gusta. No me importa mi nombre antiguo, ya ni me acuerdo de él… ¡Vamos! ¡Debemos apresurarnos para poder regresar al palacio a tiempo!


Entonces, Abel vio en la mirada de Beler que él estaba dispuesto a vivir su nueva vida como uno de los hijos de Polyeidos, dejando atrás los recuerdos dolorosos de los primeros días de su infancia. Como los demás huérfanos que habitaban en el palacio, Beler había estado olvidando poco a poco a sus padres e incluso había dejado atrás su nombre original. Todo esto era algo que Abel no lograba asimilar a cabalidad. Mientras caminaba con sus dos amigos rumbo a la muralla occidental de la ciudad, miraba el mar de constelaciones que le ofrecía la noche intentando descubrir en ellas alguna pista que le indicara si alguna vez sabría del paradero de su madre o de su padre, o del supuesto hermano que lo había abandonado en Pirene.


Para aligerar el paso, Beler había vuelto a cargar sobre su espalda a Eirene, a quien, a pesar de sonrojarse nuevamente, le pareció una buena idea. Durante el camino, recordaron los mitos sobre las fuentes de los que tanto hablaba Próetus en sus entrenamientos. Hablaron de Belerofon y Pegaso; de cómo el caballo había nacido de la cabeza de Medusa tal cual Atenea había nacido de la cabeza de Zeus; y de si portaba los rayos para el dios del trueno o si servía al dios de los mares…




Eirene, abrazada a la espalda de Beler y con las piernas al aire, escuchaba extasiada las palabras de Abel sobre los mitos de las fuentes, imaginándose lo feliz que habría sido si hubiera podido acompañar a los huérfanos día tras día en las fuentes bajo el sol y en el gimnasio. Para ella fue una noche hermosa y memorable, donde las estrellas bajaban lentamente a Gea en forma de luciérnagas, y la compañía de ambos niños le hacía olvidar el aburrimiento y la soledad a los que estaba sometida en el palacio.


La conversación que Beler había tenido con Abel sobre su nombre lo había dejado ensimismado. Mientras llevaba a Eirene a cuestas y simulaba escuchar los relatos de Abel, Beler recordaba su despertar aquella mañana en mitad de la nada, luego de haber visto cómo un demonio enmascarado asesinaba a sus padres en frente de sus ojos. Eran imágenes que ya no quería recordar, pero que habían estado rondando sus sueños muchas noches desde que llegó a Pirene. Recordaba también cómo hacía un año, en medio de la noche, lo despertaron su asustado padre y el humo proveniente del incendio en su casa. Salieron los tres, padres e hijo, por la ventana del dormitorio, ya que la entrada principal estaba en llamas, y afuera se encontraron con un infierno que nunca se hubieran podido imaginar ni en sus peores pesadillas.


Aleion estaba en llamas y todas las familias intentaban huir hacia las afueras del poblado para sobrevivir al violento ataque de unos malhechores enmascarados a caballo. Entre todos los ruidos que les inundaban los oídos, los más claros eran el crujir de las casas en llamas, el galope de los caballos, y los gritos de los habitantes, quienes eran perseguidos y alcanzados rápidamente por los ágiles asaltantes.


Aquella noche del pasado, en la que inmensas nubes de humo cubrían las estrellas en las alturas, Beler y sus padres no entendían por qué un poblado de granjeros desarmados, sin riquezas ni enemistades de ningún tipo, estaba bajo tan vil ataque. Como las demás familias, ellos intentaban huir hacia un bosque cercano, esquivando las llamas e intentando no pisar los cuerpos desmembrados o chamuscados de los que algún día fueron sus vecinos y amigos. Beler, aturdido por los gritos de pánico en todo el pueblo, cerraba los ojos fuertemente para no ver los charcos de sangre en el suelo o el rostro tiznado y aterrorizado de su madre. Era guiado por su padre, quien lo llevaba agarrado firmemente de la mano, casi arrastrado. A veces en su camino se topaban con alguno de los enmascarados a caballo persiguiendo incluso a niños para darles muerte con su espada, obligándolos a cambiar de dirección y buscar una nueva salida para lograr la supervivencia.


A pesar de llevar a su familia a salvo a través de los peligros del pueblo en llamas, el padre de Beler, habiéndose quedado unos pasos atrás, fue degollado brutalmente por la espada de una sombra enmascarada de cuatro patas que apareció de repente. Beler quedó petrificado ante la horrible escena y ante el grito horrorizado de su madre, quien aun tuvo las fuerzas para correr llorando hacia el cuerpo decapitado del padre de su hijo y arrodillarse ante él. Entonces, el jinete asesino bajó con calma de su caballo, con la sangrienta espada en la mano derecha, y se paró enfrente de la desconsolada mujer.


La vestimenta negra del asesino se confundía con la oscuridad infinita que comenzaba a rodear la escena. Sus musculosos brazos y muslos al descubierto brillaban a la luz del fuego de Aleion, y su color cobrizo contrastaba con la negra capa con capucha que le cubría la cabeza, el torso, y el hombro izquierdo, y que parecía flotar en el caluroso viento que acompañó la masacre esa noche. Pero el detalle del jinete que más le perturbó el espíritu a Beler fue la máscara plateada que portaba, la cual tenía pintados dos ojos rojos y perversos, y una sonrisa burlona. La malvada expresión de la máscara se incrustó en la mirada de Beler; le lastimó los ojos y le paralizó el cuerpo. El terror lo invadió por completo. Al ver cómo sólo a unos pasos el enmascarado preparaba su espada, a punto de dirigir el golpe contra su madre, Beler perdió el conocimiento.

Al siguiente día, Beler despertó misteriosamente bajo un sol candente, tirado en medio de un camino polvoriento que no conocía, con algunos raspones en su cuerpo y un mendrugo de pan insípido sobre su pecho que le sirvió para llenar el estómago por varias horas. Galopes de caballos y gritos aterrorizados pululaban en su mente, pero el recuerdo vívido de la máscara del asesino de sus padres lo hizo palidecer y comenzar a delirar. Sentía que el jinete estaba aun buscándolo para decapitarlo como lo hizo con su padre, y escuchaba el galope del caballo acercándose cada vez más. Estuvo corriendo, alejándose de su monstruo imaginario, por casi dos días, hasta que fue encontrado por Próetus y llevado a la blanca ciudad en la que ahora caminaba con Abel e Eirene bajo las estrellas. Los tres niños habían ya atravesado las murallas sin guardia de la polis y, unos metros más adelante, tuvieron en frente las apacibles y luminosas fuentes de Pirene, colmadas de estrellas flotantes en sus cristalinas aguas.



Era una imagen nocturna que refrescaba el infernal clima en la mente de Beler. Las claras aguas de la fuente eran para él como un espejo que le revelaba la paz a su alrededor que había hecho tanta falta en su vida de niño. No sólo Beler se sentía sobrecogido por la belleza con que la noche, de todos los colores excepto el negro, se reflejaba en aquel mítico lugar. Los tres sentían como la luz de las estrellas, amplificada por el reflejo de la fuente que tenían al frente, les entraba por los ojos y les recorría el cuerpo de pies a cabeza, siendo transportados momentáneamente a la profundidad del firmamento, como si algún dios los hubiera elegido para representar una constelación en el cielo. Aunque Abel y Beler recibían la educación de Próetus en este lugar, era la primera vez que veían la fuente de noche.


Se adentraron en aquel hermoso lugar a través de un camino irregular hecho con columnas y gigantescos bloques de piedra blanca, hasta que llegaron a una pequeña plataforma hecha del mismo material y rodeada de agua y musgo. Allí se recostaron sobre sus espaldas, con los pies rozando el agua fresca, y se rindieron ante el espectáculo estelar, esperando por alguna lluvia de estrellas de las que hablaban Polyeidos y Próetus. Allí, en mitad de la más hermosa de las fuentes de Pirene, se sintieron parte minúscula pero indispensable de la naturaleza, y creyeron sentir el poder de los dioses que los espiaban desde algún lugar del firmamento, sin tener aun la menor idea de lo que el destino, escrito para toda forma de vida en las estrellas desde el principio de los tiempos, les preparaba a cada uno de los tres.

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Wednesday, 7 October 2009

V: REUNIÓN EN EL HUERTO


PRIMERA PARTE: EL NACIMENTO DE UN GUERRERO

V.
REUNIÓN EN EL HUERTO




Bajo la bóveda estrellada de aquella noche de verano, Beler habló sus primeras palabras conscientes desde la noche en que Aleion había sido arrasado y sus padres habían sido asesinados. Abel, pasmado, le miraba con los ojos bien abiertos sin estar completamente seguro de haberlo escuchado hablar.



-BELER: (con mirada taciturna) Pyramus era el nombre de mi hermano mayor. Pero no sé por qué he dicho su nombre mientras dormía, ya ni recuerdo su cara ni sabría decir cuántos años tendría. Sólo recuerdo que era mayor que yo.


-ABEL: (luego de una larga pausa, sonriendo) Qué bueno que te hayas decidido a hablar. De todos los huérfanos eres mi mejor amigo y siempre has escuchado las tonterías que digo, por lo que sería más que justo que yo también te escuchara. ¡Hay que darles la buena noticia a Próetus y a los otros niños!



-BELER: (frunciendo el seño) ¡No te apresures! Les hablaré si llega a ser necesario. Con el único que quisiera hablar por ahora es contigo.



-ABEL: ¡Qué lástima! Sé que los alegraría mucho y querrían preguntarte muchas cosas… pero bueno, no importa. Entonces seré yo el único que te haga las preguntas. Sé por las conversaciones entre Próetus y Polyeidos que tu poblado fue destruido y que tus padres murieron, ¿pero entonces qué pasó con tu hermano Pyramus? (Por el silencio de Beler ante su pregunta, comprendió que le incomodaba responder) Está bien, no tenemos qué hablar de eso. Si quieres te puedo seguir contando sobre mis sueños con estrellas…



-BELER: (Aun mirando al firmamento, con ojos llorosos) No me molesta responderte… es sólo que me siento mal porque no recuerdo la cara de mi hermano ni los motivos por los se fue de casa meses antes de que Aleion fuera destrído. Y no sólo se me está olvidando mi hermano… ya casi no recuerdo los rostros de mis padres.



-ABEL: (sonriendo, para intentar consolar a Beler) Pero eres afortunado. Sabes al menos los nombres de tus padres y de tu hermano mayor. Yo ni siquiera eso sé. Estoy viviendo en este palacio desde que tengo 2 años, y lo único que Próetus sabe de mi origen, es que fui traído a esta ciudad por un muchacho que ya no podía cuidar de mí. El señor Polyeidos cree que ese muchacho era mi hermano, pero no está completamente seguro.





Beler, sin saber qué decir ante las palabras de su amigo, le tomó la mano izquierda y se la apretó gentilmente con su derecha, de la misma manera en que Abel le tomaba la mano en las noches para despertarlo de sus pesadillas. Continuaron observando las luminosas estrellas que el infinito les ofrecía, cuando de pronto sintieron pequeños ruidos que venían del interior del palacio y creyeron ver unas sombras moverse tras las columnas de piedra que sostenían el segundo nivel de la blanca edificación.



-ABEL: (sin alzar mucho la voz y soltando la mano de Beler) ¿Quién anda ahí?



-EIRENE: (saliendo lentamente detrás de una de las columnas, ataviada con un manto blanco) No se asusten muchachos, soy yo, Eirene.



-ABEL: (sorprendido con la aparición de la niña) ¿Qué hace aquí a estas horas, señorita Eirene?



-EIRENE: (acercándose a los niños) No podía dormir, tenía mucho calor y vine aquí a tomar aire fresco. Además también me gusta ver las estrellas desde el huerto en las noches de verano.



-ABEL: (dirigiéndose a Beler) Mejor regresemos al dormitorio, si Próetus u otro esclavo nos llega a ver aquí con la señorita Eirene estaremos en problemas.



-EIRENE: No, por favor. Quédense un rato más. El resto de personas en el palacio está dormido. Podemos quedarnos aquí los tres y seguir disfrutando de las estrellas y del aire fresco. (Dirigiéndose a Abel) Tú puedes seguir hablando de los astros, sé que con la ayuda de mi abuelito has aprendido mucho sobre ellos. Y tú, Beler, no tienes que seguir fingiendo que no hablas; detrás de aquella columna escuché toda la plática sobre tu hermano. Yo estaba en este huerto mucho antes de que ustedes dos llegaran.



A pesar de que Eirene hubiera preferido encontrarse con Kalós, se sentía feliz de poder compartir con niños de su edad. Siempre estaba enclaustrada en el palacio recibiendo los cuidados de las esclavas y la instrucción de los pedagogos. Desde que Beler había llegado al palacio su abuelo Polyeidos había comenzado a dedicar las horas de la luz del día en el templo de Atenea y en otros lugares públicos de la ciudad, relegando a Eirene a un segundo lugar. En numerosas ocasiones le había rogado a Polyeidos que la dejara acompañar a los niños en sus entrenamientos y visitas a las fuentes de Pirene, obteniendo siempre un rotundo “no”. La sobreprotección a la que estaba sometida la habían hecho sentir una profunda soledad, que al mismo tiempo le hacía valorar la compañía y los breves momentos que pudiera pasar con los huérfanos.



Aquella cálida noche fue eternizada por las palabras de Abel sobre los astros, quien más que un niño de siete años, parecía un erudito en astronomía, e incluso sorprendía a Beler y a Eirene emulando las palabras de Próetus y relatando de memoria sus leyendas y mitos.



-EIRENE: De verdad hablas como un viejo, Abel. ¿Estás seguro que tienes 7 años? Yo tengo también 7 y me la paso encerrada estudiando, y no creo que alguna vez llegue a saber tanto como tú.



-ABEL: (sonrojado) Pues Próetus dice que tengo habilidad natural para el aprendizaje…



-BELER: Haciendo que el envidioso Kalós te odie aun más.



-EIRENE: (Burlándose) ¡Vaya! ¡De verdad puedes hablar! Creí que te ibas a quedar callado todo el tiempo.



-ABEL: (alterado por el volumen de la voz de la niña) ¡Hable más pacito, señorita Eirene, que nos van a escuchar!



-EIRENE: A propósito de Kalós, ¿por qué no le invitamos a venir a ver las estrellas con nosotros? quizás podamos ver una estrella fugaz…


-BELER: -¿Estrella fugaz? ¿Qué es una estrella fugaz?



-EIRENE: Si yo sé poco de astronomía, tú no sabes nada. Y yo que pensé que Próetus era buen pedagogo… ¿o serás tú el que no aprende?



-ABEL: Una estrella fugaz es una estrella que se desprende del cielo y cae en algún lugar. Quizás la cadena de la que pendía no era lo suficientemente resistente…



-BELER: Pero, ¿y entonces qué pasa con las constelaciones? ¿Y qué ocurre con nuestro destino? ¿No se supone que está ya escrito en el firmamento y que no puede cambiar?



-ABEL: No sé… hay estrellas que desaparecen sin dejar rastro, e incluso hay otras que un día cualquiera nacen y hay que buscar nombres nuevos para ponerles.



-BELER: (algo consternado) Creo que entonces no me gustan las estrellas fugaces.



-EIRENE: De qué hablas, ¡si son hermosas y románticas! ¿En serio nunca has visto una? Mi abuelito dice que cuando ves una estrella fugaz tienes que cerrar y pedir un deseo, y que así, se estaría reescribiendo el destino a tu favor. ¿Qué no es algo genial?



Con las últimas palabras de Eirene, la mirada y la imaginación de Beler volaron hasta alcanzar las estrellas que los observaban esa noche. Una sonrisa, que reflejaba todos los sueños nacientes en su corazón, se dibujó en el rostro del niño, y Eirene, comprendiendo que sus palabras habían tenido tal efecto sobre Beler, a quien antes veía como una estatua, pensó que era la sonrisa más hermosa que había visto en su vida y la guardó en lo más profundo de su memoria. Y entonces, queriendo ser la causante de más sonrisas, continuó con su discurso sobre las estrellas.





-EIRENE: No sé si ya lo sabían, pero mi abuelito me contó que en las fuentes de Pirene se pueden ver, si se cuenta con suerte, hermosas lluvias de estrellas en las noches despejadas.


-ABEL: Próetus también las ha mencionado en su relato; pero creo que es sólo eso, un relato fantástico.


-EIRENE: Te equivocas. Mi abuelito me ha dicho que la noche en que yo misma he nacido hubo una hermosa lluvia de estrellas en las fuentes.


-ABEL: Pero yo ya llevo viviendo en esta ciudad casi seis años, y nunca he visto tal cosa aunque me mantenga observando el cielo.


-EIRENE: Eso es porque estamos al interior de Pirene, y las lluvias de estrellas sólo ocurren en las cercanías a las fuentes.


-BELER: Aun falta mucho para que salga el sol, ¿por qué no nos damos una vuelta por las fuentes? Quizás hoy mismo podamos ver una lluvia de estrellas.


-EIRENE: (con los ojos y el corazón vibrando de emoción) ¡Eso sería genial!


Ante la mirada sorprendida de Abel, quien aun no creía la resolución de su amigo, Beler comenzó a escalar con mucha facilidad uno de los muros del huerto. Cuando Beler estuvo parado encima del muro, miró a los otros dos niños y los invitó a alcanzarlo con un gesto de sus manos y su mirada. Eirene también había quedado estupefacta ante la facilidad con la que Beler había escalado un muro que suponía una gran seguridad para el palacio ante intrusos.


-BELER: (mirando con fascinación la panorámica de tejados de la ciudad) ¡Vamos! ¡Qué están esperando! ¡Desde aquí la vista está genial!


-ABEL: (pensando en los riesgos de sus actos) ¡Baja la voz! ¿Estás seguro que aún falta mucho para la salida del sol? Todo esto me parece un tanto apresurado, creo que lo deberíamos pensar mejor…


-BELER: No te preocupes tanto; y no hay nada qué pensar, ¡vamos a las fuentes a ver la lluvia de estrellas!


-EIRENE: (al ver, aun estupefacta, como Abel también se disponía a escalar fácilmente el muro del huerto) ¡Oigan! ¡Yo no puedo hacer eso! No tengo la habilidad que ustedes dos tienen, además creo que me estropearía las manos y las uñas.


-BELER: (Extendiéndole una mano a Abel que ya le alcanzaba) ¡Vamos, Eirene! Seguro que tú también puedes hacerlo.


-EIRENE: (ofuscada) ¡Te digo que no! ¡Ni siquiera sé cómo montarme en un árbol! Mi educación sólo es en grammatistes y kitharistes. Nunca me han entrenado en deportes. Yo misma le he dicho a mi abuelito que quiero ir con ustedes al gimnasio y aprender a luchar también, pero él me dice que no, que eso no es para las doncellas. No es justo.


-ABEL: (Ya al lado de Beler) No digas eso. No todos los niños podrían escalar este muro como lo hemos hecho nosotros; eso es porque entrenamos muy duro día tras día sin descanso. Tu abuelo te quiere mucho y te protege, por eso no quiere que te lastimes entrenando con nosotros.


-EIRENE: Mira quien me lo dice, el huérfano favorito de mi abuelito… (Observando desde el huerto a los chicos y comprendiendo su desventaja) ¡Ser mujer es una maldición!


-BELER: (Acuclillándose y sonriendo mientras miraba a Eirene) Atenea es mujer, y es más importante que cualquier persona en toda esta ciudad, incluido tu abuelo. Además, Eirene, tú no eres una mujer, aun eres una niña.


-EIRENE: Te equivocas. Atenea no es una mujer, es una diosa ¿Qué no sabes nada? ¡Y cómo te atreves a dirigirte a mí de esa forma!


-ABEL: Señorita Eirene, por favor baje la voz que los esclavos se van a despertar.


-EIRENE: ¡No es justo! Yo fui quien les mencionó lo de la lluvia de estrellas… (Acercándose al muro y tocándolo con una mano) Hagamos un trato. Si me llevan a las fuentes con ustedes, mañana yo les enseñaré una habitación secreta de este palacio a la que sólo tenemos acceso mi abuelito y yo.


-BELER: Si es la biblioteca, no nos interesa. Además tu abuelo le ha permitido a Abel entrar allí muchas veces.


-EIRENE: No es la biblioteca. Esta habitación está en la planta subterránea del palacio, y creo que es mucho más interesante que la biblioteca de mi abuelito…




Eirene no había terminado de decir sus últimas palabras, cuando Beler, sin hacer mucho ruido, cayó a su lado de un salto .


-BELER: Está bien, te llevaremos con nosotros. Ven, móntate a mis espaldas.


-EIRENE: (sorprendida con la propuesta) ¡¿Qué?!


-BELER: Sí. Te digo que te montes a mis espaldas para poder llevarte al otro lado del muro. ¡Vamos! ¡No te voy a morder! (Ante la incredulidad de la niña, le extendió una mano) Agárrate bien fuerte a mí para que no vayas a caer y nos metas en problemas. Has de cuenta que soy un caballo; lo primero que me dijiste cuando llegué a esta ciudad es que yo olía como un caballo...



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Monday, 5 October 2009

PRIMERA PARTE: EL NACIMENTO DE UN GUERRERO

IV.

LOS HIJOS DE POLYEIDOS


Habían pasado ya algunas semanas desde que el último niño huérfano de los cinco había sido traído al palacio de Polyeidos en Pirene. Todos los moretones y raspones en su cara, brazos y piernas habían sanado completamente gracias a los esmerados cuidados de las esclavas en el palacio, y Próetus le había cortado el cabello al estilo de los hombres de Ephyra y le había vestido con ropajes similares a los otros 4 niños.

Descubrieron que no era mudo, ya que solía hablar y gritar mientras dormía en las noches como consecuencia de las terribles pesadillas que continuarían afectando su sueño por muchos años más. Su mirada ausente y trastornada también perduró por muchos días, e hizo que los otros niños tomaran distancia y evitaran tratarlo a pesar de también haber vivido como él situaciones desdichadas los primeros años de sus vidas. Abel, el mayor de los huérfanos, era quien más intentaba establecer contacto con el recién llegado, quizás sintiendo simpatía por el reflejo de su propio carácter introvertido en el silencio de su nuevo hermano menor. Fue él quien, por órdenes de Próetus, se encargó de explicarle las reglas para los esclavos y de mostrarle los salones en el palacio a los que tenían acceso; y era también quien lo despertaba en las mañanas para comenzar el día, y en la madrugada cuando comenzaba a gritar atormentado por sus pesadillas.


Todas las mañanas el grupo de huérfanos dejaba atrás el palacio de Polyeidos y se dirigía a las apacibles fuentes de Pirene. En el camino, siempre pedían a Próetus que les narrara las leyendas de Pegaso, el maravilloso caballo alado que calmaba su sed en las aguas de las fuentes. Fue en una de estas mañanas de relatos que, viendo el interés de los niños por el caballo mitológico, Próetus decidió llamar al niño que no había querido decir su nombre Beler, como Belerofon, el héroe que montó a Pegaso y que quiso llegar a la cumbre del Olimpo. A los otros chicos les pareció un nombre genial, y desde ese día de verano le dejaron de llamar “el mudo”, como se referían a él desde que había llegado a Pirene. Por la sonrisa del niño, pareció que no había tenido ningún inconveniente con el singular nombre que su nueva familia le había dado.



Una vez llegaban a las fuentes, los niños esclavos de Polyeidos no sólo eran instruidos por Próetus en lectura y escritura, sino también en funciones civiles, aritmética, y astronomía. Desde los primeros días, generando celos en los otros huérfanos, Abel brilló en aquellas mañanas por sus conocimientos previos y su facilidad para el aprendizaje de las letras y las estrellas. Estas habilidades habían sido adquiridas un par de años atrás por el favor de Polyeidos, quien, al ver al niño en su soledad deambulando como una sombra fantasmal por el palacio, le había abierto las puertas de su pequeña pero interesante biblioteca personal que con tanto celo resguardaba. Allí, Abel pasó muchas tardes aprendiendo conceptos básicos de astronomía; pasando páginas de libros antiguos sobre Atenea y los demás dioses olímpicos; y mirando ilustraciones fantásticas de la era mitológica, siempre supervisado por la mirada paternal de Polyeidos, quien sentía una mezcla de simpatía y compasión por el pequeño rubio.



Aquellas tardes en las que Abel estuvo rodeado de tanta sabiduría en papel, terminaban repentinamente con la voz de la pequeña Eirene buscando a su abuelito por todo el palacio para jugar. Ella nunca había conocido a sus padres y no tenía hermanos, por lo que inicialmente consideró a los huérfanos que su abuelo había acogido en su hogar como unos regalos excepcionales. Sin embargo, sintió una gran frustración cuando Polyeidos le prohibió jugar o pasar el tiempo con ellos, y era celosamente supervisada por Próetus y los demás esclavos al servicio de su abuelo. Cuando los chicos regresaban por las tardes al palacio, ella salía a recibirlos con una sonrisa desde el balcón de la habitación donde recibía su educación privada, emocionada de solo pensar en los relatos de Próetus o en las actividades deportivas que los chicos llevaban a cabo en el gimnasio. A pesar de que en un principio se mantenía resentida con Abel por el cariño y el tiempo que Polyeidos le dedicaba, con el pasar de los días su atención comenzó a enfocarse en Kalós, el segundo huérfano acogido en el palacio después de Abel, ya que su carácter le parecía muy peculiar y le atraían sus aires de superioridad.



Desde que Kalós fue llevado por Próetus a Pirene, había demostrado resistencia a ser considerado un esclavo más. Era un niño altivo, orgulloso y rebelde, que tenía muy presente su cuna noble y que en numerosas ocasiones se había hecho reprender severamente de otros esclavos adultos del palacio por sus caprichos y altanería. Con el pasar de los días dejó de creer en la promesa de Pegaso que les había hecho Polyeidos, y desconfiaba de él y de todos los adultos que le representaran autoridad. No escuchaba la palabra de los esclavos del palacio, y prefería no estrechar mucho los lazos de amistad con los otros huérfanos, al considerarlos inferiores a él, especialmente al silencioso Beler por su introversión y por ser el más pequeño de todos. Además, sentía desprecio por Eirene, a quien encontraba escandalosa y fastidiosa. Sin embargo era un niño inteligente, y comprendía a la perfección su posición y la de la niña en el palacio, por lo que la trataba con la cortesía que Próetus le exigía.



Como Kalós en aquel entonces era el más alto de todos, se sentía el líder del grupo y con mucha confianza para la lucha cuerpo a cuerpo, dónde abusaba de la inseguridad y la contextura frágil de Abel. En su mente y corazón, Kalós sentía que lastimándolo y dominándolo en frente de todos los deportistas en el gimnasio le hacía pagar el creerse mejor que los demás por destacar en las lecciones de aritmética y lectoescritura. Sin embargo no pasaba lo mismo con Delíades y Ganímedes, que eran considerados grandes promesas de la lucha y el atletismo a pesar de su corta edad, y contra quienes Kalós se vio siempre en grandes dificultades para obtener la victoria en los deportes.



Delíades y Ganímedes eran dos hermanos gemelos que se parecían física y mentalmente, hijos de una pareja de granjeros que murieron ahogados en una inundación cerca a Argos, en la que los niños estuvieron a punto de morir también bajo el agua. De contextura maciza y siempre llenos de energía, se pasaban los días jugando y luchando entre sí. Les costaba mucho trabajo concentrarse en las clases de lectura y escritura de la mañana; pero en las tardes, completamente dedicadas a los deportes en el gimnasio, eran los que más empeño ponían y demostraban un enorme interés por destacar en todas las disciplinas.



Ambos hermanos eran impetuosos y seguros de sí mismos, y en varias ocasiones se hicieron heridas y se quebraron los huesos mientras eran entrenados por Próetus en el gimnasio. El deporte favorito de Delíades era la lucha, y el de su hermano, el atletismo; pero ambos destacaban también por su prodigiosa habilidad en el lanzamiento de la jabalina y el disco, logrando rápidamente popularidad en toda la polis. El grupo formado por los cinco niños era conocido en Pirene y sus alrededores como los “hijos de Polyeidos”, y al poco tiempo de haber comenzado sus visitas al gimnasio acompañados de Próetus fueron llamados “niños prodigio”, siendo admirados y aclamados por los hombres de la ciudad por su tenacidad y constancia a tan temprana edad, particularmente los dos gemelos, ya que los demás niños de la ciudad comenzaban su educación en deportes a la edad de 12 años.



Polyeidos, dedicado completamente a sus labores religiosas en el templo de Atenea de Pirene, confió el entrenamiento y la educación en ciudadanía de los niños a Próetus, a quien veían casi como al padre que el destino les había arrebatado, o que nunca tuvieron, a excepción de Kalós, quien siempre vio a Próetus simplemente como a un sirviente y a una fruta que debía exprimir para obtener su libertad cuando creciera. Así pues pasó un año, en el que la mayoría de los niños, aun siendo esclavos, fueron adoptando el estilo de vida de potenciales guerreros y ciudadanos formidables, dejando atrás sus trágicos orígenes. No era éste el caso de Beler, cuya mente y memoria a la hora del sueño no jugaba con las imágenes y situaciones experimentadas durante el día, sino que desde su pasado le mostraban una máscara metálica de expresión socarrona, acompañada del galope de caballos y los gritos de los habitantes de Aleion, su desaparecido poblado natal.



En una de esas noches calurosas de verano en las que Beler sudaba y temblaba en su tormentoso lecho, Abel, ya acostumbrado a ayudar a su silencioso amigo en tal situación, le cogió la mano y se la apretó gentilmente, llamándolo por su nombre, para que despertara sin sobresaltos de su habitual pesadilla.



-ABEL: (hablando con un tono muy bajo para no despertar a los demás niños en la habitación) Despierta, Beler. Otra vez tienes una pesadilla. Despierta, que Kalós y los otros se van a despertar si sigues haciendo tanto ruido y se van a molestar contigo una vez más.



Beler entonces despertó en el caldo de su propio sudor y lágrimas, y al identificar en la oscuridad de la habitación los rasgos familiares de la cara de Abel se sintió aliviado, y le abrazó fuertemente como agradecimiento a la soga salvadora que había enviado a la lejana dimensión de su tenebrosa pesadilla.



-ABEL: (dirigiéndose a la salida de la habitación) Ven conmigo, con este calor y todo empapado de sudor es difícil dormir. Vamos al huerto, te quiero mostrar algo.



Ambos chicos, atándose el cinturón de sus túnicas, salieron del oscuro dormitorio y se dirigieron silenciosamente al huerto, donde pudieron respirar aire fresco y admirar el firmamento sin luna adornado de innumerables estrellas chispeantes.



-ABEL: Me pregunto de qué tipo de cadenas cuelgan las estrellas. ¿O crees que no sean cadenas? ¿Colgarán de hilos? (Mira la cara de Beler, quien está observando fijamente el firmamento) No. Deben colgar de cadenas hermosas y resistentes. Si colgaran de hilos, seguro que muchas de las estrellas caerían a Gea. (Beler le mira emocionado por la idea de ver a una estrella de cerca) Me pregunto cómo será una estrella cuando la tengas en tu mano… aun no entiendo muy bien los libros de astronomía del señor Polyeidos, pero seguro cuando sea mayor encontraré en alguno de los más empolvados los materiales de los que las estrellas están hechas y me haré una idea de cómo se verían en mi mano. (Beler le sonríe, aprobando las ansias de conocimiento de su amigo, y luego vuelve a mirar al despejado firmamento) Sí, sí, yo sé que hablo demasiado, pero es que no tengo alternativa. Como tú no hablas me toca hablar por ti. Volviendo a lo de las estrellas, ¿sabías que yo a veces sueño con estrellas? Sueño con el firmamento, tal cual como lo vemos hoy entre estos cuatro muros. Pero es más como una pintura, algo aguada la verdad; y puedo mover las estrellas con mis manos y dibujar mis propias constelaciones… No sabes cuánto quisiera saber con qué cosas sueñas tú. No creo que sean estrellas. Quizás sueñas con la Quimera escupe fuego, o con la mosca que picó y encabritó a Pegaso e hizo caer a Belerofon de su lomo. ¿Sabes? Hoy en tu pesadilla dijiste varias veces un nombre; decías “¡Pyramus, Pyramus!” ¿Quién es Pyramus? Quizás es tu verdadero nombre…



-BELER: (Aun mirando el firmamento) No, es el nombre de mi hermano





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Friday, 2 October 2009

III: 13 AÑOS ATRÁS

PRIMERA PARTE: EL NACIMENTO DE UN GUERRERO

III.
13 AÑOS ATRÁS


La mañana en que el niño fue recogido por Próetus en su caballo, llevaba arrastrando sus pies por más de dos días, huyendo de algo o alguien invisible. Sólo llevaba un pedazo de túnica blanca, rota y sucia que apenas le cubría el torso, y su rostro, con moretones en la frente, parecía petrificado del miedo. En el momento en que Próetus desde su caballo le preguntó hacia donde se dirigía, el niño lo miró aterrado, como si este hombre que le hablaba fuera la personificación de su miedo, e intentó escabullirse alejándose despavorido del camino por donde había estado corriendo desde el día anterior. El hombre a caballo le alcanzó, y el infante del susto tropezó con una roca, dio tres vueltas y quedó de espaldas sobre el suelo polvoriento, temblando, con raspones en sus brazos y rodillas, y con los ojos bien cerrados.

“No te pienso hacer daño,” le dijo Próetus al niño que no dejaba de temblar, y a continuación le preguntó por sus padres y su casa, y la razón por la que huía con tanto miedo. No obtuvo respuesta de ningún tipo, por lo que desmontó y ofreció algo al niño con su mano derecha. “Mira, es pan; no está muy fresco pero apuesto a que te va a parecer el pan más delicioso que hayas probado en tu corta vida,” y con estas palabras logró que el niño dejara de temblar poco a poco y, aun desde el suelo, comenzara a mirarlo fijamente a la cara, como asegurándose de que en sus rasgos no hubiera nada que le significara una amenaza. Así fue que, en una mañana de finales de primavera, Próetus se encaminó a Pirene con el último de los cinco niños abandonados que su amo, el señor Polyeidos, le había encargado buscar desde hacía dos años.

El viaje a caballo hacia la ciudad de Pirene duró tres largos días, en los que el niño durmió día y noche aferrado al cuerpo de Próetus descansando de sus tormentos, y sólo despertando para comer esporádicamente en las casas de los granjeros de la región. A pesar de sentir que el niño ya no le temía, Próetus no consiguió respuesta a ninguna de sus preguntas, y no consiguió conocer la voz del niño hasta muchos días después de haber regresado al Palacio de Polyeidos.

Conversando con los lugareños que los hospedaron durante el viaje descubrió que el niño era quizás uno de los sobrevivientes, sino es que era el único, de la masacre de los habitantes de un pequeño poblado llamado Aleion, que quedaba a pocas horas a caballo del lugar donde había encontrado al pequeño. Ninguna de las personas con las que habló entendía por qué un poblado tan pequeño e insignificante había tenido semejante fin. Sólo habían quedado ruinas humeantes y animales de granja merodeando por el lugar. Todos los habitantes habían sido asesinados a lanza y espada, hombres, mujeres, ancianos y niños. Por ello, la posibilidad de que el niño fuera un sobreviviente de la masacre de Aleion era remota, aunque fuera la única hipótesis en que Próetus hubiera podido pensar dadas las circunstancias del encuentro con el infante abandonado.

Llegaron a Pirene en una mañana soleada, y ante el bullicio de la pequeña polis, el niño abrió los ojos y se mostró atraído por las imágenes que la ciudad le ofrecía. Tanto los ciudadanos como los esclavos llevaban a cabo sus vidas por fuera de sus casas; adultos discutiendo o comerciando, algunos niños jugando y corriendo de aquí para allá y de allá para acá, seguidos por perros pequeños y juguetones que ladraban ruidosamente. Era un paisaje familiar que le había sido arrebatado cinco días atrás. Pero esta polis contaba además con amplios caminos hechos de mármol y piedra, y adornados con antorchas que en la noche debían lucir esplendorosas; y a los lados del camino habían hermosas casas, la mayoría más grandes que las de Aleion, todas de piedra blanca y con muchas ventanas.

Por cada diez casas había un edificio de diseño especial, que el infante no había visto nunca antes en su vida. “¿Estás asombrado por lo hermoso de este edificio, pequeño?” le intentó hablar Próetus al niño mientras le ordenaba al caballo que disminuyera su paso. “Éste es el templo de Atenea, y mi señor es el encargado de llevar los ritos para la diosa. Imagino que sabes quién es Atenea, ¿no? Sin embargo no te dejes deslumbrar por lo blanco del templo y sus altas columnas; nosotros no podemos entrar con los demás ciudadanos al interior de este edificio. Más bien mira, éste es el ágora, y éste es el teatro, y éste es el gimnasio, y aquellas son las casas de los metecos, y éste es…”


El niño seguía maravillado con las vistas que Pirene le ofrecía, y Próetus continuaba hablándole de la belleza de la polis. “Mira hacia la derecha; ésas son las murallas occidentales de Pirene, que aunque son altas y firmes, no son tan potentes como las de Atenas y otras ciudades más grandes de Grecia; y no tiene tantas puertas como las murallas de Tebas. Pero lo verdaderamente impresionante es lo que vas a encontrar tras ellas. No es nada más ni nada menos que las famosas fuentes de Pirene, dónde se dice que desde antes que los 9 dejaran el Olimpo, el caballo alado Pegaso venía a calmar su sed. Por la forma en que me miras parece que no habías escuchado hablar de ellas… Quizás mañana en la mañana te lleve allí junto con los otros huérfanos que nos esperan en el Palacio. Pero mira, ¡ya hemos llegado! Éste es el Palacio del señor Polyeidos y aquí termina nuestro viaje.”

Aun preocupado por el lugar dónde un caballo tendría las alas, el niño observó la blanca construcción de varios niveles que tenía al frente. Mientras se bajaban del caballo, pensó que aquella residencia no era tan imponente como el templo de Atenea que habían visto hacía unos minutos, pero era una edificación diferente a las demás casas. “Eres un niño afortunado. Aquí pasarás los próximos años junto a otros niños como tú,” le dijo Próetus al silencioso infante; “crecerás como un esclavo al servicio del señor Polyeidos; pero que no te asuste la palabra esclavo. El señor Polyeidos es un hombre generoso y tiene grandes planes para ti. Este servidor que te habla es también un esclavo desde el día en que nació, y cada día agradezco a los dioses el poder servir a mi amo en esta hermosa ciudad y este magnífico palacio. Mi nombre es Próetus, ¿será que ya tienes alientos para revelarme el tuyo?”

Al interior del palacio, los recibieron un séquito de esclavos vestidos de blanco, como lo estaban la mayoría de los habitantes de Pirene. Luego de darles de beber agua y comer algo, Próetus se dirigió con el niño a uno de los cuartos más grandes del palacio, dónde se encontraron con otros cuatro niños varones que los estaban esperando, todos vestidos también con pequeñas túnicas blancas adornadas con cintas verdes y púrpuras.


Los cuatro niños eran de la misma estatura, a excepción de uno de ellos, rubio y de cabello lacio y corto, que era ligeramente más bajo. “Ésta será tu alcoba, y éstos niños que ves aquí serán tus nuevos hermanos de ahora en adelante. Todos ellos han perdido a sus familias como tú; por eso espero que sean todos muy buenos amigos y se quieran mucho. Éste rubio chiquillo se llama Abel; éste se llama Ganímedes y éste a su lado es su hermano Delíades; y éste con cara de pícaro que ves allí se llama Kalós.” Mientras Próetus decía cada nombre, señalaba al niño correspondiente con su índice derecho, y luego, dirigiéndose a los cuatro huérfanos, les dijo con su amable voz: “Denle la bienvenida a su nuevo hermano. Aun no me ha querido decir su nombre, de hecho, ni una sola palabra; espero que ustedes logren esta gran hazaña. Trátenlo bien, él ha pasado por sucesos terribles en los días recientes y creo que acaba de perder a su familia. También quiero que le informen de las reglas que se deben cumplir mientras se habita en este palacio…”


Próetus no había acabado de pronunciar la última palabra de su discurso ante los infantes, cuando se escuchó la voz aguda de una niña que corría por el palacio armando un alboroto que llamó la atención de todos en la habitación: “¡Próetus ya regresó, Próetus ya regresó, abuelito!” y, entrando por el umbral, apareció vestida con una túnica verde Eirene, la nieta de seis años de Polyeidos, el señor del palacio.


-EIRENE: (Acercándose a Próetus y abrazándolo de un salto) ¡Próetus, te extrañé mucho! ¡Estoy muy contenta de que hayas regresado!


-PRÓETUS: (Abrazando a Eirene) Pero señorita, si mi viaje sólo duró una semana, y además no es la primera vez que me ausento de Pirene.


-EIRENE: Lo sé, pero aun así te extrañé mucho (termina su abrazo con Próetus). Eres mejor pedagogo que los demás esclavos. ¿Y es éste el nuevo niño? (Acercándose al infante y tapándose la nariz) ¡Ay, pero qué feo huele! ¡Huele a caballo, peor que un caballo!


-PRÓETUS: Ahora mismo ordenaré que le den un baño. Y ¿dónde está su abuelo, señorita Eirene?


-POLYEIDOS: (Ingresando por el umbral de la habitación un tanto agitado y con un bastón en la mano derecha) Aquí estoy, Próetus. Has regresado antes de lo que pensaba, y has traído al niño contigo. (Dirigiéndose al niño y alzándolo con sus brazos) Nunca pensé que fuera tan pequeño… ¿Cuántos años tienes?


-PRÓETUS: (Previendo el silencio del infante ante la pregunta de Polyeidos) El niño no ha pronunciado palabra desde que lo encontré en el camino que lleva a Megara. Ni siquiera sé su nombre.


-POLYEIDOS: (Observando cuidadosamente la cara herida del niño) Ya veo, debe tener seis o cinco años como los otros. Quizás es mudo…


-PRÓETUS: No lo creo, mi señor. A mi parecer, el niño debe estar aun asustado por las situaciones que debió experimentar antes de que me topara con él. Aleion, el lugar que usted me dio como referencia para buscar al huérfano faltante, fue arrasado hace pocos días y sus habitantes masacrados; creo que este niño era habitante de ese poblado.


-POLYEIDOS: (Aun con el niño en brazos) Seguramente fue así. Entonces qué suerte que te lo encontraras; hubiera podido morir de hambre.


-PRÓETUS: No fue suerte, mi señor. Sólo seguí las indicaciones exactas que usted me dio. (Dirigiendo la mirada al infante) Este niño sobrevivirá gracias a usted.


-EIRENE: (Llamando la atención de Polyeidos cogiéndole su brazo con las manos) ¡Cárgame a mí también, abuelito!


-POLYEIDOS: (Descargando al niño y levantando a Eirene) Buen trabajo, Próetus. Ahora has que lo bañen y le curen las heridas. Déjalo descansar por hoy. (Dirigiéndose a los niños) Ahora que ya están los cinco, mañana daremos comienzo a su entrenamiento. Ustedes son mis esclavos, pero recibirán un tratamiento especial. Yo los cuidaré, les daré de comer y les daré una educación mejor que la que reciben los niños más ricos de esta polis. A cambio, ustedes tendrán que obedecerme, y obedecer a Próetus, quien será su pedagogo y pedotriba de ahora en adelante. Él, mi más fiel sirviente y amigo, los convertirá en unos niños diferentes a los demás. Los encaminará a convertirse en hombres formidables, ¡qué gran destino para unos niños como ustedes, que han perdido a sus familias o han sido abandonados en circunstancias lamentables! Sé que a su temprana edad no logran entender a cabalidad mis palabras, pero, si hacen caso a lo que digo, los recompensaré, no sólo otorgándoles la libertad y el estado de ciudadanos una vez sean adultos, sino que, al mejor hombre de entre los cinco le daré a Pegaso, pues aunque dicen que es sólo una leyenda, la verdad es que yo lo tengo en mi poder. Supongo que Próetus ya les ha comentado sobre el hermoso caballo alado que saciaba su sed en las fuentes de las afueras de esta ciudad…


-EIRENE: (Interrumpiendo a Polyeidos) ¡Abuelito, abuelito, yo quiero tener a Pegaso!


-POLYEIDOS: (Sonriendo) No, mi querida Eirene. Ya hemos hablado de eso. Pegaso será la recompensa para estos niños. Tú recompensa será diferente; cuando crezcas lo entenderás.

Polyeidos salió de la habitación con la pequeña Eirene en sus brazos, seguido por Próetus. Los cinco niños estaban inmóviles, escuchando relinchos y el batir de unas alas gigantes en su imaginación. El nuevo integrante del grupo de huérfanos era el más absorto de todos, pues su vida había cambiado completamente en el transcurrir de una semana. En su mente se arremolinaban las innumerables imágenes de caras y paisajes nuevos, que se mezclaban con las borrosas figuras de un caballo alado, de sus difuntos padres, y de un jinete enmascarado que cabalgaba en una oscuridad inundada en los gritos mortales de las personas que había torturado y asesinado.

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