VI.
Eirene, sonrojada, se aferró fuertemente con sus frágiles brazos y piernas al cuerpo de Beler, quien pudo sentir el corazón de la niña latiendo enérgicamente mientras él escalaba con la misma facilidad con la que lo hizo solo anteriormente. Abel, ya al otro lado de muro, pudo ver cómo ambos niños aparecieron por encima del murallón y de un salto cayeron a su lado, despertando a algunos perros pequeños que se les acercaron y olfatearon hasta perder su curiosidad.
-ABEL: (Acuclillándose para acariciar uno de los canes) No tenga miedo, señorita Eirene. Sólo son perros juguetones.
-EIRENE: (escudándose con la espalda de Beler) No les tengo miedo; pero sus narices están frías y húmedas y me hacen cosquillas en las piernas…
-BELER: Recuerda que mañana nos tienes que llevar a esta misma hora a la habitación secreta del Palacio. Ése fue el trato si te traíamos con nosotros.
-EIRENE: No se me va a olvidar. Sólo tienen que esperarse hasta mañana para que yo pueda conseguir la llave en la habitación de mi abuelito. Soy una dama de honor y siempre cumplo mi palabra. Ya verán.
-BELER: Eso esperamos. Ahora, vamos rápido que tenemos que estar de regreso antes de que salga el sol.
-ABEL: (Poniendo una mano en el hombro de Beler, quien ya comenzaba a aumentar el paso) ¡Espera! Antes que vayamos a las fuentes, hay algo que te quiero preguntar. Me acabo de dar cuenta de que no nos has dicho cuál es tu verdadero nombre.
-BELER: (Sonriendo ante la mirada expectante de Abel y Eirene) Beler me gusta. Es el nombre de un héroe y es poco común.
-ABEL: Ése fue el nombre que te dio Próetus; pero, ¿cuál es el nombre que tenías antes de llegar a Pirene, cuando aun vivías en Aleion?
-BELER: (sonriente) Ya te dije, Beler me gusta. No me importa mi nombre antiguo, ya ni me acuerdo de él… ¡Vamos! ¡Debemos apresurarnos para poder regresar al palacio a tiempo!
Entonces, Abel vio en la mirada de Beler que él estaba dispuesto a vivir su nueva vida como uno de los hijos de Polyeidos, dejando atrás los recuerdos dolorosos de los primeros días de su infancia. Como los demás huérfanos que habitaban en el palacio, Beler había estado olvidando poco a poco a sus padres e incluso había dejado atrás su nombre original. Todo esto era algo que Abel no lograba asimilar a cabalidad. Mientras caminaba con sus dos amigos rumbo a la muralla occidental de la ciudad, miraba el mar de constelaciones que le ofrecía la noche intentando descubrir en ellas alguna pista que le indicara si alguna vez sabría del paradero de su madre o de su padre, o del supuesto hermano que lo había abandonado en Pirene.
Para aligerar el paso, Beler había vuelto a cargar sobre su espalda a Eirene, a quien, a pesar de sonrojarse nuevamente, le pareció una buena idea. Durante el camino, recordaron los mitos sobre las fuentes de los que tanto hablaba Próetus en sus entrenamientos. Hablaron de Belerofon y Pegaso; de cómo el caballo había nacido de la cabeza de Medusa tal cual Atenea había nacido de la cabeza de Zeus; y de si portaba los rayos para el dios del trueno o si servía al dios de los mares…
Eirene, abrazada a la espalda de Beler y con las piernas al aire, escuchaba extasiada las palabras de Abel sobre los mitos de las fuentes, imaginándose lo feliz que habría sido si hubiera podido acompañar a los huérfanos día tras día en las fuentes bajo el sol y en el gimnasio. Para ella fue una noche hermosa y memorable, donde las estrellas bajaban lentamente a Gea en forma de luciérnagas, y la compañía de ambos niños le hacía olvidar el aburrimiento y la soledad a los que estaba sometida en el palacio.
La conversación que Beler había tenido con Abel sobre su nombre lo había dejado ensimismado. Mientras llevaba a Eirene a cuestas y simulaba escuchar los relatos de Abel, Beler recordaba su despertar aquella mañana en mitad de la nada, luego de haber visto cómo un demonio enmascarado asesinaba a sus padres en frente de sus ojos. Eran imágenes que ya no quería recordar, pero que habían estado rondando sus sueños muchas noches desde que llegó a Pirene. Recordaba también cómo hacía un año, en medio de la noche, lo despertaron su asustado padre y el humo proveniente del incendio en su casa. Salieron los tres, padres e hijo, por la ventana del dormitorio, ya que la entrada principal estaba en llamas, y afuera se encontraron con un infierno que nunca se hubieran podido imaginar ni en sus peores pesadillas.
Aleion estaba en llamas y todas las familias intentaban huir hacia las afueras del poblado para sobrevivir al violento ataque de unos malhechores enmascarados a caballo. Entre todos los ruidos que les inundaban los oídos, los más claros eran el crujir de las casas en llamas, el galope de los caballos, y los gritos de los habitantes, quienes eran perseguidos y alcanzados rápidamente por los ágiles asaltantes.
Aquella noche del pasado, en la que inmensas nubes de humo cubrían las estrellas en las alturas, Beler y sus padres no entendían por qué un poblado de granjeros desarmados, sin riquezas ni enemistades de ningún tipo, estaba bajo tan vil ataque. Como las demás familias, ellos intentaban huir hacia un bosque cercano, esquivando las llamas e intentando no pisar los cuerpos desmembrados o chamuscados de los que algún día fueron sus vecinos y amigos. Beler, aturdido por los gritos de pánico en todo el pueblo, cerraba los ojos fuertemente para no ver los charcos de sangre en el suelo o el rostro tiznado y aterrorizado de su madre. Era guiado por su padre, quien lo llevaba agarrado firmemente de la mano, casi arrastrado. A veces en su camino se topaban con alguno de los enmascarados a caballo persiguiendo incluso a niños para darles muerte con su espada, obligándolos a cambiar de dirección y buscar una nueva salida para lograr la supervivencia.
A pesar de llevar a su familia a salvo a través de los peligros del pueblo en llamas, el padre de Beler, habiéndose quedado unos pasos atrás, fue degollado brutalmente por la espada de una sombra enmascarada de cuatro patas que apareció de repente. Beler quedó petrificado ante la horrible escena y ante el grito horrorizado de su madre, quien aun tuvo las fuerzas para correr llorando hacia el cuerpo decapitado del padre de su hijo y arrodillarse ante él. Entonces, el jinete asesino bajó con calma de su caballo, con la sangrienta espada en la mano derecha, y se paró enfrente de la desconsolada mujer.
La vestimenta negra del asesino se confundía con la oscuridad infinita que comenzaba a rodear la escena. Sus musculosos brazos y muslos al descubierto brillaban a la luz del fuego de Aleion, y su color cobrizo contrastaba con la negra capa con capucha que le cubría la cabeza, el torso, y el hombro izquierdo, y que parecía flotar en el caluroso viento que acompañó la masacre esa noche. Pero el detalle del jinete que más le perturbó el espíritu a Beler fue la máscara plateada que portaba, la cual tenía pintados dos ojos rojos y perversos, y una sonrisa burlona. La malvada expresión de la máscara se incrustó en la mirada de Beler; le lastimó los ojos y le paralizó el cuerpo. El terror lo invadió por completo. Al ver cómo sólo a unos pasos el enmascarado preparaba su espada, a punto de dirigir el golpe contra su madre, Beler perdió el conocimiento.
Al siguiente día, Beler despertó misteriosamente bajo un sol candente, tirado en medio de un camino polvoriento que no conocía, con algunos raspones en su cuerpo y un mendrugo de pan insípido sobre su pecho que le sirvió para llenar el estómago por varias horas. Galopes de caballos y gritos aterrorizados pululaban en su mente, pero el recuerdo vívido de la máscara del asesino de sus padres lo hizo palidecer y comenzar a delirar. Sentía que el jinete estaba aun buscándolo para decapitarlo como lo hizo con su padre, y escuchaba el galope del caballo acercándose cada vez más. Estuvo corriendo, alejándose de su monstruo imaginario, por casi dos días, hasta que fue encontrado por Próetus y llevado a la blanca ciudad en la que ahora caminaba con Abel e Eirene bajo las estrellas. Los tres niños habían ya atravesado las murallas sin guardia de la polis y, unos metros más adelante, tuvieron en frente las apacibles y luminosas fuentes de Pirene, colmadas de estrellas flotantes en sus cristalinas aguas.
Era una imagen nocturna que refrescaba el infernal clima en la mente de Beler. Las claras aguas de la fuente eran para él como un espejo que le revelaba la paz a su alrededor que había hecho tanta falta en su vida de niño. No sólo Beler se sentía sobrecogido por la belleza con que la noche, de todos los colores excepto el negro, se reflejaba en aquel mítico lugar. Los tres sentían como la luz de las estrellas, amplificada por el reflejo de la fuente que tenían al frente, les entraba por los ojos y les recorría el cuerpo de pies a cabeza, siendo transportados momentáneamente a la profundidad del firmamento, como si algún dios los hubiera elegido para representar una constelación en el cielo. Aunque Abel y Beler recibían la educación de Próetus en este lugar, era la primera vez que veían la fuente de noche.
Se adentraron en aquel hermoso lugar a través de un camino irregular hecho con columnas y gigantescos bloques de piedra blanca, hasta que llegaron a una pequeña plataforma hecha del mismo material y rodeada de agua y musgo. Allí se recostaron sobre sus espaldas, con los pies rozando el agua fresca, y se rindieron ante el espectáculo estelar, esperando por alguna lluvia de estrellas de las que hablaban Polyeidos y Próetus. Allí, en mitad de la más hermosa de las fuentes de Pirene, se sintieron parte minúscula pero indispensable de la naturaleza, y creyeron sentir el poder de los dioses que los espiaban desde algún lugar del firmamento, sin tener aun la menor idea de lo que el destino, escrito para toda forma de vida en las estrellas desde el principio de los tiempos, les preparaba a cada uno de los tres.
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