Wednesday, 30 September 2009

Mi fanfic de Saint Seiya: I. Batalla por la armadura de Bronce

SAINT SEIYA
GÉNESIS

PRIMERA PARTE: EL NACIMENTO DE UN GUERRERO

I.
BATALLA POR LA ARMADURA DE BRONCE

Bajo el caluroso sol de medio día y un cielo más azul que el de la era mitológica, todos los habitantes de la ciudad Griega Pirene, famosa por sus cálidas y hermosas fuentes y sus verdes prados, se acercaron a observar el duelo entre los aspirantes a Santo de Atenea. Era un gran suceso para la ciudad, ya que los dos guerreros no eran nada más ni nada menos que dos de los huérfanos del palacio del señor Polyeidos, un noble de gran renombre en la ciudad, famoso por sus opulentas propiedades. Desde lejos del lugar donde se llevaba a cabo la batalla, se escuchaban los golpes de espada sin filo de los combatientes, un rechinar de hierro que sobrevolaba el ruido de la muchedumbre que murmuraba y gritaba de emoción por presenciar el duelo.

A pesar de que la lucha era entre dos oponentes muy diferentes, quizás de apariencias opuestas, no daba señas de terminar pronto, y ya había comenzado una hora atrás. Ambos oponentes luchaban apasionadamente por aquel objeto que creían daba propósito a sus vidas y al largo entrenamiento que llevaron por casi trece años: una armadura de bronce. Los dos tenían 18 años, y esta era la batalla que decidiría si se convertían en Santos de la diosa Atenea o si no habían entrenado lo suficiente para este día. Uno de ellos era muy alto, casi un gigante, de cabellera negra, larga y despeinada, y barba incipiente, y su cuerpo, musculoso y lleno de cicatrices, enseñaba al público y a su rival el peligroso entrenamiento que había llevado en algún lugar en los límites entre Grecia y el Norte. El otro guerrero, más bajo y de cabello castaño claro, corto y ondulado, no ostentaba un cuerpo tan bien construido, pero en su mirada había sido inculcado el fuego de la guerra, y la expresión en su cara demostraba que era un guerrero muy experimentado a pesar de su juventud.

A excepción de unos cuantos, nadie en el público sabía que ambos guerreros habían sido entrenados por verdaderos Santos de Atenea, hombres excepcionales, capaces de hacer temblar la tierra con sus golpes y de hacer hervir el agua y agitar el aire con el calor de su sangre. Los Santos de Atenea, héroes entre los soldados y leyendas para el pueblo, se diferenciaban del resto de individuos que hacían parte del ejército Ateniense por su lealtad, fe, y amor a la diosa de la guerra y la sabiduría; por el conocimiento de la naturaleza de su propio poder; y porque portaban las armaduras de Atenea, moldeadas con polvo de estrellas desde la Era Mitológica y representando las antiguas constelaciones que surcaban el cielo nocturno desde antes que los Olímpicos abandonaran Gea. Obtener una de estas armaduras, resguardada desde hacía muchos años en Pirene, era el sueño de ambos jóvenes que, luego de comprobar sus talentos con espadas y sin ningún resultado que desequilibrara la balanza de la lucha, se disponían a combatir cuerpo a cuerpo.

-DELÍADES: Reconozco que tus habilidades de espadachín son sorprendentes, amigo Beler. ¡Qué lástima que ahora este encuentro vaya a terminar!

-BELER: No estés tan seguro de eso. Recuerda que confiarse demasiado puede acarrear sorpresas desagradables.

-DELÍADES: (Sonriendo) ¿Qué acaso no recuerdas nuestro entrenamiento en el Santuario con Aldebarán? Nunca pudiste vencerme cuando luchábamos cuerpo a cuerpo. ¡Siempre fui más fuerte que tú!

-BELER: (Sonriendo también) Tienes razón. Pero en aquella época sólo estábamos comenzando nuestro camino. Ni yo sé qué tipo de entrenamiento has tenido tú en el Norte, ni tú sabes las situaciones que he experimentado en mi entrenamiento. Entonces mejor cállate y atácame con tu sobrevalorada fuerza bruta.

-DELÍADES: Conque sobrevalorada… ¡Ya verás!

La respuesta de Beler a las palabras confiadas de su gigantesco oponente obedecía a la información que poseía sobre Delíades. Ambos habían contado con el entrenamiento de Santos de Atenea, pero mientras que Delíades había sido instruido por un Santo de Plata, Beler había contado con un Santo de Oro como su tutor, y en su mente esto le significaba una gran ventaja ya que se decía que los Santos de Oro eran la élite del Santuario, los más fuertes entre los Santos.

Delíades fue el primero en atacar con sus musculosos brazos, tratando de dar un golpe fulminante en la cara de Beler, quien brilló y emocionó al público por su rapidez al esquivar los primeros golpes de su amigo de la infancia. Sin embargo, Delíades no respiró ni por un instante y continuó con sus potentes golpes, incrementando su velocidad y poniendo en graves aprietos a Beler, quien al verse al frente del puño de su oponente no pudo hacer más que cubrirse con el escudo de cuero y madera que portaba en el brazo izquierdo. El poderoso golpe de Delíades hizo añicos el pequeño escudo y lanzó a Beler al otro lado del cuadrilátero, dejando atónitos y en silencio a los espectadores. Beler, que aun no reaccionaba, fue sorprendido por el pié izquierdo de su oponente que se disponía a pisarle la cabeza con todo su peso. Con el brazo izquierdo, aun adolorido por el golpe de Delíades, se cubrió la cara e intentaba impedir con mucho esfuerzo el pisotón de gigante. Era un déjà vu, algo que ya había ocurrido en la época en que ambos entrenaban en el Santuario de Atenea bajo la tutela de Aldebarán, otro guerrero gigante que los había instruido en la lucha cuerpo a cuerpo.

Los recuerdos de la adolescencia de Beler eran traídos a su mente por este pisotón, escena que se había repetido varias veces bajo un sol de medio día en un cuadrilátero igual de polvoriento que en el que ahora se encontraban. Sin embargo ahora no estaba Aldebarán para ordenarle a Delíades que cesara su ataque. La tierra bajo la espalda y cabeza de Beler comenzaba a crujir, y su cuerpo comenzaba a hundirse bajo el peso singular de Delíades, quien, al igual que Beler, recordaba su entrenamiento en el Santuario de Atenea y sentía que, como en aquella época, ya tenía la victoria asegurada y sería el portador de la armadura ateniense. Toda la energía y la sangre de su cuerpo estaban concentradas en ese pisotón. Fue una situación que comenzaba a durar más de cinco minutos, pero que para ambos guerreros fue una eternidad sumergidos en los recuerdos del inicio de su entrenamiento para ser Santos Atenienses.

La mirada y las gotas de sudor de Delíades caían sobre la cara de Beler, quien intentaba concentrar su fuerza en la defensa contra el pié del oponente y no tenía forma de mover otra parte de su cuerpo más que su brazo izquierdo para cubrirse. Ambos, en silencio y apretando los dientes, sentían como la vida les podría cambiar en cualquier segundo, inmóviles, con la mirada de cientos de personas atónitas que les acompañaban haciendo también silencio y a la expectativa de una conclusión. Repentinamente, este silencio fue interrumpido por el llamado de un ave, un águila que surcaba el cielo bajo el que los guerreros se encontraban luchando. El sonido de esta águila, como un golpe de suerte para Beler, interrumpió la concentración de Delíades y permitió a Beler utilizar la fuerza de su brazo derecho para asestar un puño en la pierna izquierda de su amigo. Si bien no fracturó la pierna, el golpe causó tanto daño a Delíades que Beler pudo levantarse y salir de la situación en la que se encontraba.



-DELÍADES: (Agitado) ¡Maldita águila! Si no conociera a Berenice, diría que entre los dos me han hecho trampa. Cuando acabemos con este combate agarraré a Altair cuando Berenice esté desprevenida y me la comeré con todo y plumas para que no vuelva a abrir el pico nunca más en esta vida.


-BELER: (Tomando su brazo izquierdo con su mano derecha) Sabes que no soy esa clase de hombre. Si ganaré la armadura de Pegaso, lo haré limpiamente.


-DELÍADES: (Después de escupir) Ese puño que me has dado en la pierna, no fue un puño cualquiera… me cuesta trabajo admitirlo, pero en este mismo momento me cuesta mucho estar de pié, estoy que me caigo… creo que reventaste los músculos de mi pierna.


-BELER: (Sonriendo) ¡Vamos! Sé que aun tienes mucho para dar. Debemos dar un gran espectáculo ante estas personas que esperan tanto de nosotros.


-DELÍADES: (Sonriendo burlonamente) Eso es que quieres lucirte frente a Berenice… o quizás frente a…


-BELER: (Aun sonriendo e interrumpiendo a Delíades) No bromees con eso. Si mi maestro llegara a escucharte quien sabe lo que me haría aunque fuera sólo una sospecha. Berenice y Heracles tienen una relación muy estable por si no lo sabías.


-DELÍADES: Por eso mismo. Entonces es que quieres lucirte frente a…


-BELER: ¡Ya cállate y continuemos!


Entre la multitud había una doncella muy elegante y hermosa, vestida de blanco y con joyas de oro y esmeraldas, que miraba desde la sombra de su palco especial cada detalle del duelo. A pesar de que su rostro no reflejaba lo que en verdad sentía, apretaba los dientes de la misma forma en que lo habían estado haciendo Delíades y Beler durante la escena del pisotón. Tenía su mano izquierda sobre el cofre que contenía la armadura de bronce de Pegaso, la recompensa que su abuelo, el señor Polyeidos, había prometido al huérfano que lograra convertirse en un gran guerrero.

En total fueron cinco los niños que Polyeidos había hecho recoger para encargarse de convertirlos en los guerreros que pudieran proteger a Pirene y a Grecia, en nombre de Atenea. Beler y Delíades fueron los únicos niños de esos cinco huérfanos que lograron llegar hasta el duelo por la armadura de Pegaso, el último paso antes de ser Santos Atenienses y ciudadanos de Grecia. Ahora que su abuelo había muerto, esta hermosa doncella era la encargada de otorgar la libertad y la codiciada armadura de Pegaso a uno de los dos niños con los que ella también había pasado su infancia en Pirene.

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