Wednesday, 6 January 2010

Harfang y Heracles


HARFANG DE NOCTUA



HERACLES


XXIII. Ventisca al final de la primavera

XXIII.
Ventisca al final de la primavera


El sol de la mañana brillaba incandescentemente mientras los cuatro niños guiados por Berenice se acercaban al cementerio del Santuario. Aquel era un lugar árido, lleno de túmulos de rocas y unas pocas lápidas para los Santos que en vida se habían destacado en las guerras y cuyas hazañas eran dignas de ser narradas por los poetas de la región. Berenice, quien llevaba cuatro rosas rojas en su mano izquierda, tomó de la mano a Delíades con la derecha. Ambos se abrieron paso cuidadosamente entre los túmulos y Berenice le indicó al muchacho dónde yacía enterrado el cuerpo de su hermano gemelo. Delíades entonces se acuclilló y puso la mano derecha sobre la tumba, mientras los otros tres niños se acercaban y ubicaban tras él.

-BELER: ¿Dónde estará el alma de Ganímedes en estos momentos? ¿Creen que esté solo, o con otras personas que también hayan muerto?

-DELÍADES: (Sin moverse de su sitio) Lo más probable es que esté con mis padres.

-BELER: Sí, seguramente ha vuelto a ver a sus padres. ¿Y qué crees tú, Abel?

-ABEL: (Apesadumbrado) Seguramente es como dice Delíades, debe estar con sus padres.

-KALÓS: Con padres o sin ellos, esperemos que esté corriendo en los campos Elíseos. Berenice, ¿sabes si cuando sepultaron a Ganímedes pusieron alguna moneda en su boca?

-DELÍADES: (Dando media vuelta para ver a Kalós) ¿Y para qué le van a servir las monedas en los campos Elíseos?

-KALÓS: Definitivamente nunca pusiste atención a Próetus. Ganímedes necesitará pagarle al barquero del río Aqueronte para que lo lleve a la otra orilla y pueda seguir su camino hacia los campos Elíseos.

-BELER: ¿Qué acaso no tiene que pagar pero para cruzar la laguna Estigia?

-ABEL: En todo caso no importa el nombre de la laguna. De lo que nos olvidamos es que el dios Hypnos es el que decide qué mortales podrán descansar en los campos Elíseos al lado de los dioses. No depende de nosotros…

-KALÓS: ¿Y tú qué piensas, Berenice? Debes saber más que nosotros acerca de los campos Elíseos y la vida después de la muerte.

-BERENICE: (Terminando de organizar las rosas rojas sobre la tumba de Ganímedes) ¿Y por qué piensas eso? Hay muchas cosas que no me he preguntado y sobre las que me parece necedad opinar. (Posando su mano sobre el hombre de Delíades) Mejor demos por terminada nuestra visita y acompáñenme, debemos reunirnos con Aldebarán para conocer la decisión del Patriarca sobre su nuevo maestro.

-BELER: (Observando el hermoso color de las rosas) ¿De dónde has sacado esas rosas en un lugar tan árido como éste?

-BERENICE: (Sonriendo ante la curiosa mirada de Beler) Eso es un secreto, pequeño hermano. Si te portas bien conmigo y con el que ha de ser el nuevo maestro de ustedes quizás te lo revele algún día.

-BELER: (Sonriendo) ¿Y qué acaso no podrías ser tú nuestra nueva maestra? Los chicos dicen que eres muy hábil y fuerte, y también eres muy simpática…

Ante las palabras de Beler, Berenice se limitó a sonreír y a emprender la marcha para guiar a los niños hacia el lugar donde se encontrarían con Aldebarán, quien les daría a conocer a los jóvenes aprendices la decisión del Patriarca sobre lo ocurrido con Apis. El cielo estaba completamente azul, y el sol en su centro brillaba como un gigantesco ojo dorado que anunciaba el fin de la primavera y la llegada de las intensas olas de calor en Attica. “Será un cruel verano,” pensó Berenice mientras alzaba la mirada para buscar en el cielo a su mascota, el águila que la acompañaba cuando recató a Delíades de la laguna.

A miles de kilómetros del Santuario, vadeando valles, montañas y bosques, el sol apenas brillaba débilmente por entre unas cuantas nubes grises. El viento comenzaba a soplar con fuerza, dejando escapar agudos silbidos mientras recorría una desolada aldea de aquellos a quienes en Grecia llamaban bárbaros. Las puertas y ventanas de madera de todas las casuchas habían sido derribadas, y unos cuantos cerdos y gansos eran los únicos que aun se paseaban con vida en aquel lugar. Una pila de cadáveres aun echaba humo en las afueras de la aldea, y varios soldados griegos descansaban silenciosamente y comían sentados alrededor de fogatas que eran poco a poco reducidas a pequeñas llamas por el frío viento.

A pesar de las corrientes de aire, el olor a carne quemada aun pululaba por todo el lugar, y los gritos y el lastimero llanto de dos mujeres, provenientes de una casa de madera también alejada de la aldea, era lo único que escuchaban los soldados. En sus miradas se leía solamente cansancio y nostalgia del hogar. Eran hombres que habían dejado sus tierras varios meses atrás y se encontraban en un territorio desconocido y agreste, siguiendo ciegamente las órdenes de sus superiores. Entre ellos, había uno que claramente era algo más que un soldado raso. Era un Santo Ateniense, diferenciado de los demás por su hermosa armadura plateada. Recostado sobre la puerta de la casa de donde provenían los gritos femeninos, miraba fijamente hacia la aldea destruida, con los brazos cruzados y con el rostro estático.

Aunque a primera vista el Santo parecía indiferente a la situación, en realidad sus sentidos eran torturados por la visión y el olor del túmulo de cadáveres chamuscados, y por los gritos de dolor y de terror de las dos aldeanas encerradas en la casa de madera a la que prestaba guardia. Los soldados también se sentían algo perturbados por los alaridos y sollozos, pero no se turbaban; solamente se limitaban a seguir engullendo la carne asada en las fogatas. El sol se había extinguido por completo dejando gris el paisaje y el viento silbaba cada vez más agudo. Entonces el Santo de plata, afinando su oído, pudo escuchar a pesar de los gritos incesantes de las mujeres una marcha a lo lejos. Eran pasos de un puñado de personas aproximándose a la aldea por el nororiente.

Pronto, los demás soldados también pudieron sentir los pasos. “Señor Orfeo, ¡es el ejército Azul!,” exclamaron con miedo algunos de los soldados, “¡vienen a tomar venganza por lo que hemos hecho… y justamente ahora que el señor Akerbeltz no está con nosotros!” Algunos soldados se pusieron de pie y abandonaron su comida para mirar aterrados al Santo de Plata, buscando una palabra que los tranquilizara. “¡Silencio!” les dijo Orfeo de Lira, el Santo de Plata, “los que se aproximan son de nuestro ejército; escuchad bien sus pasos.” Entonces, mientras los soldados prestaban atención al sonido de la marcha, alguien apareció sorpresivamente entre ellos con una rapidez extraordinaria. Algunos de los soldados alcanzaron a tomar sus armas para defenderse cuando descubrieron que se trataba de un Santo de Bronce, que jadeando del cansancio se acercó al Santo de Plata que custodiaba la puerta de la casa donde estaban encerradas las mujeres.

Al recién llegado le conocían en el Santuario con el nombre de Mjaldur, el Santo de Delphinus. A pesar de ser un Santo de Bronce y de su corta edad, lo respetaban como a los Santos de Plata. Con sólo 15 años, había obtenido su armadura del Delfín y había sido enviado directamente al norte con el ejército griego en la búsqueda de la armadura de Acuario. Por su destacada rapidez, había sido elegido para acompañar al Santo dorado Akerbeltz de Capricornio en sus tareas de reconocimiento del terreno. Por ello, al estar allí sudando y fatigado entre los soldados, sólo quería decir que algo urgente había ocurrido, y el Santo de Plata no dudó en prestarle atención a las palabras que estaba a punto de articular.

-MJALDUR: (Buscando alientos para hablar) Traigo un mensaje para el señor Hannibal. El señor Akerbeltz quiere que vaya a su encuentro en dirección noroccidente lo más rápido posible.

Orfeo entonces detectó algo en la mirada de Mjaldur, quien lo miraba fijamente tratando de informarle de algo que no podía decir abiertamente. Los ojos de Mjaldur brillaban y temblaban, expresándole al Santo de Plata un temor en lo más profundo de su corazón. Los jóvenes Santos permanecieron pues uno frente al otro, tratando de descifrar aquello que no podían comunicar con palabras pero que era de suma importancia. Orfeo intentaba leer y confirmar en los ojos claros del Santo de Delphinus la causa de aquel temor profundo, cuando el grupo de soldados cuya marcha habían estado escuchando pudo ser divisado abriéndose paso en la aldea.

Se trataba de un grupo de alrededor de 25 soldados griegos heridos y con armaduras desechas. A la cabeza de la tropa iba Stheno de Perseo, otro Santo de Plata cuya armadura no estaba desecha como la de sus subordinados, pero traía un color que no era propio de las armaduras plateadas. A excepción de la magnífica espada que empuñaba en el brazo izquierdo, el resto de su armadura se había vuelto opaca, como si su brillo natural se hubiera perdido.

-STHENO: (Acercándose a Orfeo y a Mjaldur, con una expresión sombría en el rostro) ¡Saludos, Orfeo de Lira! Como puedes ver me quedan menos de la mitad de mis hombres. Los más valientes han muerto todos congelados o desmembrados por hachas. Creo que yo y mi legión no tenemos nada más que hacer en este lugar.

-ORFEO: (Sin abandonar su posición como guardia) Perseo… ¿Y qué ocurrió con las legiones de Auriga y Lacerta?

-STHENO: Esperaba que me lo dijeras tú. Ellos nunca se reunieron con nosotros en la barrera Norte. Probablemente ya están todos en el infierno… y no me extrañaría que la legión de Orión también haya desaparecido. Además, y esto es un hecho, Canis Venatici y su hombres fueron derrotados y sepultados en la última aldea que arrasaron. El Santo de Lupus, quien sobrevivió a la batalla nos lo ha informado. (Señalando al Santo de Bronce que se encontraba con los demás soldados heridos) ¡Míralo allí, con su armadura hecha añicos después de ser congelada! Es un despojo de Santo…

-ORFEO: (Observando la armadura de Perseo) Veo que tu armadura también fue congelada.

-STHENO: ¡Malditos Guerreros Azules! No podré utilizar mi armadura en mucho tiempo, quizás por años, hasta que se recupere por completo. En cualquier momento podría resquebrajarse… Sólo me han dejado con la espada de Perseo, porque hasta el escudo de Medusa ha sido congelado.

-ORFEO: Si es verdad todo lo que nos informas, esto es una deshonra para el Santuario. Supongo que también quieres hablar urgentemente con Hannibal.

-STHENO: (Escuchando los gritos de la mujeres) Eso deseo y requiero, pero parece que el señor Hannibal no me podrá atender por el momento… (Sintiendo el frío aire) ¡Y qué demonios pasa con el clima! ¡Si pronto estaremos comenzando verano, por Atenea! Debe ser obra del ejército Azul…

Súbitamente la voz de una de las dos aldeanas encerradas se apagó, mientras que la otra voz comenzó a gritar aun más fuerte y más agudo. Todos los Santos y soldados griegos afuera de la casa de madera se sintieron verdaderamente perturbados por los desgarradores chillidos de la aldeana. Sumado a eso, el viento que resoplaba por todo el lugar comenzó a volverse extrañamente muy frío, haciendo tiritar de inmediato a varios de los hombres que allí se encontraban y extinguiendo completamente la mayoría de las fogatas.

-ORFEO: (Dirigiéndose a Stheno y Mjaldur) Bueno, ya hemos esperado por mucho tiempo a que Hannibal se divierta con esas mujeres. Además el Santo de Delphinus tiene un mensaje urgente de Akerbeltz. Espérenme un momento.

El Santo de Plata comenzó entonces a tocar insistentemente la puerta de madera mientras los chillidos de la mujer y el silbar de viento se intensificaban. Los Santos de Perseo y Delphinus aguardaron de pie a sus espaldas, a veces volteando la cabeza para observar a los soldados estremecerse por las corrientes de aire helado. Luego de mucho tocar la puerta, se sintió como alguien se acerba desde el interior de la casa mientras los gritos de la mujer se convertían en suaves sollozos.

De repente la puerta se abrió y en el umbral apareció un hombre de estatura media pero de figura imponente, con el torso envuelto en pieles de oso y con algunas manchas de sangre en su cara y musculosos brazos. El color cobrizo de su piel demostraba que procedía de un lugar muy diferente a aquella tierra verde de aire fresco que ahora era recorrida por fríos vientos. Se trataba de Hannibal de Cáncer, uno de los dos Santos de Oro enviados como generales del ejército Griego en la búsqueda de la armadura de Acuario en el Norte.

Hannibal miró fijamente por unos segundos a Orfeo, demostrando su disgusto por haber sido interrumpido. Pero una vez se percató de la llegada del Santo de Delphinus y de la legión de Stheno de Perseo, comprendió la situación. Sin embargo, no pronunció palabra sino que dio unos pasos al frente, con sus pies desnudos, sintiendo las heladas corrientes de aire en su rostro y el silbar del viento. Los hombres a su alrededor, Santos y soldados rasos, se quedaron observando a Hannibal, a la expectativa de sus palabras y sus actos.

-HANNIBAL: (Sonriendo, y dirigiendo su mirada hacia el noroccidente) ¡Es él! ¡Escuchen su voz en el viento! (Dando media vuelta y dirigiéndose a Orfeo) Lo está llamando, está llamando a Akerbeltz; Eriker de Acuario quiere que él vaya a su encuentro. ¡Lo hemos logrado!

-ORFEO: (Inclinando la cabeza) Mjaldur de Delphinus trae un mensaje urgente para usted del señor Akerbeltz.

-HANNIBAL: (Mirando a Mjaldur) Ya no tienes que decírmelo, ya sé lo que Akerbeltz te ha enviado a decirme. (Regresando al umbral de la casa de madera, para dirigirse a los soldados con una amplia sonrisa en la cara) Es mejor que se preparen si piensan quedarse en este lugar, ¡porque pronto serán azotados por una helada ventisca!

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XXII. Plática entre Santos

XXII.
Plática entre Santos


Una vez los niños entraron en la casita de adobe y paja, los cuatro hombres del Santuario comenzaron a descender la colina lentamente. La penumbra invadía poco a poco las colinas y los valles del Santuario, y cada vez les era más difícil seguir la ruta de piedra que se encontraban transitando. Uno de los cuatro hombres, aquel joven con una cinta escarlata en la frente, caminaba meditabundo con la mirada perdida en el oscuro horizonte.

-ALDEBARÁN: (Dirigiéndose al joven) ¿En qué piensas tanto, Heracles? No has pronunciado palabra desde que comenzamos a descender la colina.

-HERACLES: (Sin quitar la mirada del horizonte) Aun estoy pensando en los niños y en su llegada al Santuario. Han corrido con poca suerte, y la muerte de su compañero quizás sea un obstáculo para que puedan conseguir su objetivo de convertirse en Santos Atenienses.

-ALDEBARÁN: ¿Qué es correr con suerte, Heracles? Las dificultades y los obstáculos que se les presenten en el Santuario les permitirá convertirse en hombres formidables y quizás alguno de ellos llegue a obtener una armadura y se convierta en Santo de Atenea. Tú mismo cuando llegaste al Santuario siendo incluso más joven que estos niños tuviste que enfrentarte a situaciones realmente difíciles; y mírate, has regresado de Tyro convertido en uno de los más poderosos Santos Atenienses con solamente 15 años.

-HERACLES: Las condiciones de cada individuo son diferentes en este lugar. Yo nunca tuve un maestro de tan dudosa reputación como Apis de Musca. Si comparo mi entrenamiento con el de estos niños, fui afortunado.

-SHAM: (Introduciéndose en la conversación entre Aldebarán y Heracles) Aun no comprendo por qué un Santo como Apis fue asignado como tutor en el Santuario. Las decisiones del Patriarca han sido siempre un misterio para mí… (Luego de una pausa) Tampoco he podido entender por qué fui yo el elegido para ir a Pirene en busca de los niños. Alguien de menor rango lo hubiera podido hacer fácilmente.

ALDEBARÁN: A propósito de lo que comenta Sham, te contaremos un secreto, Heracles. Nadie en este lugar sabe que abandoné el Santuario e hice el recorrido hasta Pirene para acompañar a Sham y a Índika. Presentíamos que ocurriría algo fuera de lo normal en ese lugar, pero nunca pasó nada extraño.

-HERACLES: ¿Y estáis seguros que éstos fueron los niños que el Patriarca envió a buscar a Sham?

-ALDEBARÁN: No hay duda. No había otros que cumplieran si quiera la mitad de las condiciones para convertirse en aprendices de Santo. A pesar de que no están tan jóvenes, siento que tienen el potencial y nacieron bajo la estrella adecuada para convertirse en grandes guerreros al servicio de Atenea.

-SHAM: (Dirigiéndose a Heracles) Incluso Aldebarán dice que el rubio, Abel, ya ha despertado su cosmos sin instrucción alguna…

-ALDEBARÁN: Estoy seguro que ese niño es especial, pueden tomar mi palabra como hecho.

-HERACLES: El otro tampoco era alguien ordinario, aquel que iba a ser aprendiz tuyo, Sham. El fuego en su mirada es algo difícil de encontrar en el Santuario.

-SHAM: Hablas de Beler. Es una lástima que no quiera continuar conmigo, lo habría entrenado para convertirse en un gran arquero. Según Índika, Beler sintió que sus amigos estaban en peligro y acudió de inmediato en su ayuda. (Sonriendo) Creo que se convertirá en un Santo bondadoso como tú, Aldebarán.

-ALDEBARÁN: (Seriamente) Eso no es una cualidad que se aprecie mucho por estos días en el Santuario… (Luego de una pausa) Todos estos niños optan por una sola armadura de bronce, la de Pegaso. Supongo que su competencia ha sido reducida ahora que hay un niño menos gracias a Apis.

-HERACLES: ¿Y cómo se llamaba el chico que murió?

-ALDEBARÁN: Se llamaba Ganímedes, y era el hermano gemelo del grande; por eso Delíades está más afectado que los demás niños. Su corazón lleno de tristeza y sed de venganza contra Apis quizá no le permita concentrarse. Y eso que piensa que Ganímedes murió ahogado y no por un golpe que recibió en su cabeza.

-ÍNDIKA: (Interrumpiendo la conversación para opinar) Aquí en el Santuario sólo sobrevive el más fuerte, no sólo en sus golpes y resistencia, sino también mentalmente. Todos nosotros hemos abandonado a nuestras familias y cortado nuestros lazos afectivos para sobresalir en este lugar. Si el niño grandulón no es capaz de superar la muerte de su hermano, no será alguien digno de convertirse en Santo.

-ALDEBARÁN: Tú tampoco eres un Santo aun, así que aprende algo de humildad, Índika; aunque debo admitir que esta vez tienes razón. Pero ahora debo pedirte que te adelantes un poco, ya que debo hablar algo importante con Heracles y con tu maestro.

Índika entonces obedeció a Aldebarán, no sin antes lanzarle una sutil mirada rencorosa, la cual sólo percibió su maestro Sham. La noche de verano ya había invadido el Santuario por completo, y sólo se divisaban pequeñas luces de antorchas y fogatas a los lejos, provenientes de las residencias y fortalezas donde aun estaban despiertos algunos guardias y aprendices de Santo. Los tres hombres continuaron lentamente sus pasos y su conversación sumergidos en las luces y el ruido de las luciérnagas del Santuario.

-ALDEBARÁN: (Bajando el tono de voz) Debemos ser más cuidadosos que antes. Ya hay rumores en todo el Santuario de que hay espías infiltrados. Además, como decía Sham hace unos momentos, las decisiones y los actos del Patriarca son cada vez más impredecibles. Tiene su mente concentrada en la campaña de expansión en el Norte, aunque sepamos que en realidad va tras la armadura de Acuario.

-HERACLES: (Un poco molesto con la afirmación de Aldebarán) Eso no se sabe con seguridad, Aldebarán. Son sólo tus dudas. Aun creo que no hay razón para desconfiar de las decisiones del Patriarca, que al final son las mismas decisiones de Atenea. Incluso si no vemos claramente su objetivo, quizá lo que ocurra en el Norte sea por el bien de Grecia y la humanidad.

-ALDEBARÁN: (Dirigiéndose a Heracles) Sé cuánto respetas y admiras al Patriarca, y lo fiel que eres a los preceptos de Atenea y al Santuario. Pero las cosas cada vez están peor y no se puede tapar el sol con un dedo.

-SHAM: El Santuario se ha convertido en una fuerza expansionista que destruye pueblos enteros en nombre de Atenea sin razón aparente. La corrupción de este lugar es obvia para muchos de nosotros, Heracles…

-HERACLES: (Un poco exasperado) Atenea es también la diosa de la guerra, y nosotros somos sus Santos y debemos acatar sus órdenes, transmitidas mediante la figura del Patriarca. (Luego de una incómoda pausa en la que nadie musitó palabra) De todas formas así el Patriarca logre traer al Santuario la armadura de Acuario, quedarían faltando 3 armaduras para reunir las doce túnicas doradas. Las de Aries y Libra se encuentran en el lejano Oriente. Y la de Sagitario nadie sabe con exactitud dónde se encuentra.

-ALDEBARÁN: Si el Santo de Acuario es encontrado y abatido por los enviados del Patriarca y su armadura es devuelta al Santuario, será cuestión de tiempo para que las otras tres armaduras doradas caigan en poder del Patriarca.

-HERACLES: Pero he escuchado que Eriker de Acuario fue uno de los santos dorados más poderos que ha existido en el Santuario. Además, tiene a su mando el ejército de los Guerreros Azules del País de los Hielos. Durante mucho tiempo han resistido los ataques de Grecia, no veo por qué han de caer ahora.

-SHAM: La máquina de guerra del Santuario ha aumentado su paso, y mientras hablamos, dos Santos de oro se dirigen al Norte seguidos por 7 legiones de soldados griegos con un puñado Santos de Plata y Bronce a sus cabezas.

-ALDEBARÁN: Todas las vidas que se perderán y las ciudades que serán destruidas en la guerra del Patriarca esconden un significado más grande que simple expansión territorial. No esperaremos a que el triangulo rebelde se disuelva y las doce armaduras doradas estén reunidas en el Santuario para averiguarlo y lamentarnos por no haber actuado con anticipación. En nombre de Atenea y la mistad que tengo con vosotros, os juro que sólo deseo descubrir la verdad y luchar por el bienestar de los Santos Atenienses y todos los habitantes de Grecia. Y no descansaré hasta ver cumplido el objeto de mi deseo.

Cuando Aldebarán terminó sus palabras, los tres Santos se encontraron a pocos metros del camino que llevaba a la Casa de Aries. Allí, Sham se reunió con su discípulo Índika, quien le esperaba sentado sobre unas escalinatas de piedra, y ambos se alejaron del lugar. Por su lado, Aldebarán y Heracles tomaron el camino hacia los aposentos del Patriarca, pensando aun en las terribles guerras y las batallas que sus compañeros Santos estarían pronto librando en las lejanas tierras del Norte.

Aquella noche silenciosa de verano transcurrió en calma para la mayoría de los habitantes del Santuario, excepto para los cuatro niños que intentaban descansar en aquella casucha de adobe y paja. Los cuatro miraban al techo rústico, pensando en el futuro que les esperaba en el Santuario, y en Ganímedes, quien ya no compartiría el mismo destino. Sin darse cuenta, Abel y Kalós se quedaron dormidos pero continuaron soñando con el primer entrenamiento que habían recibido en el Santuario.

El sudor producto del calor de verano hizo que Delíades tuviera horribles pesadillas acuosas. Sentía que se ahogaba una vez más en una laguna pútrida como en la que su hermano había muerto. Pero allí estaba Berenice, aquella mujer pelirroja que ya antes lo había salvado, para tomarle la mano y calmarlo poco a poco. “Duerme hoy, pequeño hermano. Mañana te llevaré a visitar a tu hermano gemelo,” le susurraba Berenice a Delíades, mientras Beler observaba desde su lecho con los ojos entrecortados las hermosas facciones del rostro de la pelirroja, iluminada por la luz de la luna que se filtraba por las ventanas de la casa.

XXI. Decisiones al atardecer

XXI.
Decisiones al atardecer


Cuando Delíades abrió los ojos se sorprendió al ver un techo de paja que nunca antes había visto. Recordó que se encontraba en el Santuario de Atenea, en su primer día de entrenamiento como aprendiz de Santo y se puso entonces de pie, sintiendo un dolor terrible en su espalda y pecho. Sus ojos buscaron desesperadamente a su hermano gemelo en aquel pequeño e iluminado lugar de cuatro paredes de adobe, piedra y arcilla.

Al primero que vio, fue a Kalós, quien estaba a su lado y aun se sostenía la mano herida. El joven sonrió cuando vio que Delíades había abierto los ojos, pero pronto disimuló su sonrisa y miró seriamente a los otros acompañantes. A pocos pasos de Kalós, Delíades vio los rostros preocupados de Abel y de Beler, iluminados por los débiles rayos de un sol que comenzaba a apagarse y que se filtraban por la entrada de aquella morada.

-DELÍADES: ¿Dónde está mi hermano? ¿Por qué no está con nosotros?

Al no obtener respuesta y ver que sus amigos no eran capaces de soportar su mirada sin inclinar o girar la cabeza y mirar a otro lugar, Delíades recordó los hechos en aquella zona repleta de estanques donde había comenzado su entrenamiento y comprendió lo ocurrido con Ganímedes. Entonces una voz femenina y firme habló desde la sombra de una de las esquinas de la casita de adobe.

-BERENICE: No pude llegar a tiempo para salvar también a tu hermano, lo siento mucho…

Todos en la morada voltearon sus rostros hacia la mujer que había salvado a Delíades de morir ahogado. Sin duda era una mujer hermosa que no pasaba de los veinte años, pero la forma en que había aparecido y sacado a los gemelos del agua daba testimonio de sus cualidades excepcionales. Su cabellera roja y trenzada aun estaba húmeda por sumergirse en el estanque, y la seria expresión en su rostro les demostró a los jóvenes que se sentía mal sinceramente por no haber podido salvar a ambos gemelos.

-DELÍADES: (Con la voz ahogada) ¿Dónde está el cuerpo de Ganímedes? ¡Lo quiero ver! (Dirigiéndose con dificultad hacia la salida de la casita) ¿Y dónde está ese Santo? ¡¿Dónde está Apis?!

-BERENICE: ¡Espera, muchacho! No te precipites. Estás muy malherido, tanto como tus compañeros y lo mejor será que…

Cuando Delíades salió del lugar vio que se encontraba en la ladera de una colina que contaba con unos pocos olivos. Al afinar un poco la mirada divisó a lo lejos un ave planeando en el cielo carmesí del atardecer, y distinguió también otras casas diminutas de adobe en colinas cercanas, todas unidas por caminos de piedra. Al mirar a su derecha, vio las espaldas de cuatro individuos que se encontraban conversando. “Conozco a tres de ellos, pero ninguno de estos hombres es Apis,” pensó Delíades mientras se dirigía a su encuentro para preguntarles por el paradero de su maestro y del cuerpo de su hermano gemelo.

-BERENICE: (Saliendo de la casita seguida de los otros tres jovencitos) ¡Espera, pequeño hermano! Tienes varias costillas rotas y es peligroso que no cuides tus movimientos. Y tu maestro ya no se encuentra aquí.

-DELÍADES: (Con lágrimas de rabia en los ojos) ¿A dónde se ha ido? ¿Y dónde está el cuerpo de mi hermano?

Mientras Berenice se le acercaba, Delíades sintió un nudo en la garganta y no fue capaz de continuar hablando. Su hermano, la única familia que le quedaba, había muerto y no había nada que pudiera hacer para traerlo de vuelta. Beler, Abel y Kalós, todos tres tras la mujer de cabellos rojos, sintieron ganas de llorar al ver la imagen quebrada del que siempre había sido el más fuerte y más enérgico de ellos. “Tu hermano ha sido llevado al cementerio del Santuario; incluso sin haberse convertido en Santo, tu hermano tendrá un lugar allí. Cuando te recuperes te llevaré para que veas dónde yace tu hermano…” le dijo Berenice al afligido Delíades mientras lo abrazaba y lo ayudaba a ir de vuelta a la casita de adobe.

Una vez que Delíades y Berenice habían regresado al interior de la casa, los cuatro hombres se acercaron a los niños. Se trataba de Aldebarán, Sham e Índika, quienes estaban acompañados por otro joven de piel clara y de cabello castaño, corto y ondulado, que portaba una cinta escarlata alrededor de la frente y una armadura de bronce y cuero como las del resto de guardias y aprendices que habían visto en el Santuario.

-ALDEBARÁN: (Dirigiéndose a los tres jovencitos) Creo que vosotros deberíais descansar también como vuestro amigo. Ha sido un primer día en el Santuario muy difícil para todos vosotros, y dormir un poco no os hará mal. A pesar de que no es bien visto que las mujeres anden por estos lugares, Berenice ha aceptado quedarse con vosotros por varios días ayudándoos con vuestra recuperación. Mañana os conseguiré unas medicinas que sé que os harán aliviar pronto de tantos moretones.

-ÍNDIKA: ¿Por qué se quedan en silencio? ¡Agradézcanle al señor Aldebarán sus palabras! No todos en el santuario gozan de su simpatía.

-ABEL: No es eso. Estamos agradecidos con usted, señor. Es sólo que nuestro compañero ha muerto, no sabemos por cuánto tiempo vayamos a sobrevivir el resto de nosotros.

-ALDEBARÁN: Vuestro compañero ha muerto en condiciones lamentables. Pero no podéis dejaros derrotar por eso, y debéis ayudar a vuestro amigo a superar la muerte de su hermano. Os prometo que intentaré que os asignen a un nuevo maestro…

-KALÓS: ¿Lo intentará? ¡Creo que hablo por todos cuando digo que no queremos volver a ver la cara de ese individuo!

-SHAM: Nombrar a su maestro no es una decisión de Aldebarán. Aunque con el desastre que ha causado Apis es posible que logremos que les asignen a un nuevo maestro, niños. Así que tengan esperanzas, mañana se les informará de la decisión.

-ABEL: ¿Y acaso no podría ser usted nuestro nuevo maestro, señor Aldebarán?

Aldebarán entonces miró sorprendido a Abel. Beler y Kalós también se pusieron a la expectativa de la respuesta del Santo. La admiración que los niños sentían por el enorme guerrero era infinita. No sólo por su apariencia física y fuerza, que el mismo Kalós había experimentado al intentar escapar cuando el grupo se dirigía al Santuario. Su gentiliza y comportamiento los hacía sentir que estarían en manos seguras. Abel además sentía un componente bondadoso y cálido en la presencia de Aldebarán, opuesto a lo que sintió emanar de Apis. Y Beler aun estaba intrigado con aquello de que durante todo el trayecto de Pirene al Santuario el enorme hombre viajó a pie sin ser percibido, probablemente cuidándolos de cualquier peligro. Aldebarán comenzó a balbucear, sin saber qué responderle a Abel, cuando Sham habló por él.

-SHAM: Aldebarán es una persona muy importante y ocupada en el Santuario. Pero estoy seguro que si el Patriarca le da la oportunidad de sugerir un maestro para ustedes, propondrá a la persona adecuada. Ahora regresen a la casa con su amigo y escuchen los consejos de Berenice para que se pongan bien y pronto puedan comenzar su entrenamiento como es debido. Mañana Aldebarán les traerá respuestas sobre su nuevo maestro.

-ÍNDIKA: (Dirigiéndose a Beler) ¡Oye, Beler! ¿A dónde crees que vas? Tú vienes con nosotros.

-BELER: ¿Podría quedarme esta noche aquí con ellos? Quizás podría serle de utilidad a Berenice y ayudar a mis amigos a recuperarse de sus heridas.

-ÍNDIKA: (Desaprobando la actitud de Beler) Creo que estás un poco confundido, Beler. En el Santuario las cosas no funcionan así. Tú eres aprendiz de Sham, y debes venir con nosotros. Debes dejar atrás a tus amigos. (Dirigiéndose a Sham) ¿Qué acaso no estoy en lo correcto, maestro?

-SHAM: (Asintiendo con la cabeza) Estoy seguro que con la compañía de Berenice les será suficiente a tus amigos, Beler. Ahora que ya cae la noche debes venir con nosotros; para descansar habrá otro momento.

-BELER: (Desesperándose) ¡No es que quiera descansar! Sólo quiero ayudar a mis amigos. Si hubiera estado con ellos cuando ocurrió lo de Ganímedes quizás él no estaría muerto. Deben entenderlo.

Beler en verdad sentía que si hubiera estado con sus amigos habría podido hacer una diferencia. Cuando dejó solo a Índika para ir corriendo colina abajo en busca de Abel, a quien sentía en peligro, lo aterraba la idea de que le pudiera pasar algo malo. Una vez llegó al lugar y observó el cuerpo húmedo y sin vida de Ganímedes, aunque afligido por la muerte de su compañero agradeció a las estrellas que no había sido Abel el que murió. Ahora sentía que no podía dejar a su amigo solo en aquel lugar, y que tenía el deber de protegerlo. Esa ardiente intención de proteger a Abel se encendió en sus ojos, y fue visible para Sham y sus acompañantes. Al ver que nadie decía nada, Kalós habló y les comunicó su idea.

-KALÓS: Ahora que ese individuo asesinó a Ganímedes, Beler puede entrenar una vez más con nosotros, ¿no?

-ÍNDIKA: Pero ya estaba decidido que se convertiría en un gran arquero bajo la instrucción de mi maestro.

-SHAM: (Viendo la duda en la mirada de Beler) ¿Es eso lo que quieres, Beler? ¿Quisieras estar con tus amigos una vez más y abandonar mi tutoría?

-BELER: (Después de tomarse unos cuantos segundos para reflexionar) Lo siento, señor Sham. Una de las razones por las que quiero convertirme en Santo de Atenea es para proteger a las personas que quiero y necesitan de mi ayuda. Eso lo puedo hacer desde ahora mismo… Entrenaré al lado de mis amigos.
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Saturday, 26 December 2009

MJALDUR DE DELPHINUS



APIS DE MUSCA



Tuesday, 8 December 2009

Kumari Kandam de Aries






Bi'an de Libra





Berenice de Aquila


Monday, 7 December 2009

XX

XX.
Águilas



“¡Detente!” exclamó Abel preocupado al ver cómo el Santo de Musca hacía gritar de dolor a Kalós mientras le apretaba fuertemente el puño aprisionado en su mano. “Esta será una valiosa lección para todos ustedes” musitó Apis al hacerle girar el brazo a Kalós hasta luxarle las articulaciones de la muñeca y luego soltarlo. El joven cayó de rodillas, tomándose la mano herida con la otra mano. Intentaba contener las lágrimas y de parecer fuerte ante los demás, pero no fue capaz de resistir el dolor que el Santo de Musca le había causado en la muñeca y todo el brazo. El adulto entonces se le acercó y le puso una mano en la cabeza.

-APIS: (Sonriendo) Eso está mejor, que te arrodilles mientras hablo. Ahora ya son dos los inmovilizados; parece que los próximos días sólo tendré que ocuparme de dos aprendices.

-ABEL: (Acercándose un poco al Santo) ¿Por qué está haciendo esto? Se supone que los Santos Atenienses son hombres sabios y valientes, que luchan por la justicia. Esto que usted está haciendo no es ni sabio ni valiente. Usted no es un hombre justo. No sé cómo lo hice, pero desde que lo vi a lo lejos percibí que usted era un hombre malvado…

-APIS: (Dejando a Kalós atrás y acercándose a Abel) ¿Y a ti quién te enseñó a hablar así? Puesto que soy tu maestro me debes respeto, mocoso. ¿Qué acaso también quieres comenzar tu entrenamiento lesionado?

Abel entonces miró fijamente a los ojos de Apis, quien se sintió un poco intimidado ante la mirada desaprobadora del muchacho. Había algo extraño que no comprendía bien pero que lo había hecho estremecer. No era la mirada de un niño inexperto de 11 años; había algo maduro e imponente en ella, que lo desafiaba y le hacía sentir que habían numerosos ojos a su alrededor que lo estaban observando. Apis se sintió inquieto y su sexto sentido comenzó a fallarle. Algo en el aire se había tornado pesado, y ese algo provenía de la mirada de Abel. “¡Tonterías!,” pensó el Santo, y en milésimas de segundos golpeó a Abel en el estómago. El jovencito cayó al suelo y, al igual que lo había hecho Delíades hacía pocos minutos, comenzó a retorcerse de dolor y a intentar recuperar el aire que había escapado de su cuerpo por el golpe.

Ganímedes, quien ayudaba a su hermano gemelo a ponerse de pié, observó como su maestro lastimaba a sus compañeros y sintió que toda su emoción por llegar al Santuario y convertirse en Santo de Atenea junto a su hermano se desvanecía cada vez más. Pensó en las palabras que Abel le había dirigido a Apis y estuvo de acuerdo con ellas, ¡qué diferente y buen maestro fue Próetus a comparación de este mal llamado Santo de Atenea! ¿En verdad serían demasiado débiles y aun no estaban preparados para el entrenamiento del Santuario? “¡No!,” pensó Ganímedes, “sobreviviremos al entrenamiento en el Santuario a como dé lugar.”

Cuando Delíades estuvo de pie, Ganímedes no lo pensó dos veces y se lanzó nuevamente a defender a Abel, quien iba a ser pateado por Apis mientras estaba acurrucado en el suelo fangoso. A diferencia de su hermano, que había desarrollado una gran fuerza en los brazos, Ganímedes había concentrado su entrenamiento en las piernas, y al ser más liviano y veloz que su hermano, era capaz de dar unas patadas que todos en la palestra de Pirene le habían celebrado.

Ganímedes concentró en su patada las fuerzas que le quedaban y las ganas que poseía de convertirse en un gran guerrero. Entonces, lanzándose como un ave cazando a su presa, dirigió su golpe hacia la espalda de Apis, quien se divertía pateando al acurrucado Abel en el suelo. Delíades, manteniéndose en pie con dificultad, vio a su hermano volar en una maniobra que nunca antes le había visto intentar, y vio cómo Apis una vez más evitó fácilmente la patada de su hermano. “¡Nunca más vuelvas a atacarme por la espalda!,” gritó Apis mientras agarraba de la pierna izquierda a Ganímedes.

Luego de azotarlo fuertemente contra el suelo, Apis alzó a Ganímedes de la pierna y lo comenzó a balancear en movimiento circular ante la mirada atónita de Delíades y de Kalós. Abel aun estaba acurrucado en el suelo, protegiéndose con los brazos de las patadas que le había estado dando Apis, cuando Ganímedes fue lanzado por los aires con fuerza sobrehumana. Delíades vio cómo su hermano fue arrojado al cielo por el Santo de Musca, y el pánico lo invadió cuando se percató que Ganímedes caería directo en el centro de una de las lagunas que se encontraban en aquel lugar. Olvidándose de sus costillas fracturadas y de que nunca había aprendido a nadar, comenzó a correr desesperadamente hacia el estanque donde su hermano aterrizaría.

Ganímedes, semiinconsciente al golpearse la cabeza cuando Apis le azotó contra el suelo, abrió los ojos por un breve momento mientras estuvo en el aire. Con la espalda hacia el cielo y su cara reflejada en la laguna, vio a sus padres sumergidos en ésta, y sus rostros ondulantes llenos de alegría. Los brazos de su madre, hechos de agua, emergieron para recibirlo y abrazarlo una vez más. Al tiempo que Ganímedes era recibido por sus padres en el estanque, Abel, atónito ante los hechos, percibió como una luz blanca en forma de ave ascendía al cielo después de emerger del estanque donde su compañero había caído. Mientras el ave de luz desaparecía entre las nubes, Abel escuchó el grito de Delíades, quien se lanzaba impetuosamente a la laguna donde flotaba su hermano gemelo.

El tiempo pareció detenerse por breves segundos. Los colores del paisaje desaparecieron y Abel vio todo en escala de grises. Vio a Kalós arrodillado en el suelo, con su mano herida y su rostro cubierto de lágrimas. Vio a Apis observando a Delíades lanzándose al agua, aun sonriente por su victoria contra unos niños y con los brazos en su cintura. Y vio al alto Delíades adentrándose en la oscura laguna. Entonces recordó que ninguno de los dos gemelos sabía nadar; recordó que ambos le tenían pavor al agua y que Ganímedes había dicho que sus padres habían muerto en una inundación.

Repentinamente, los colores de Delíades regresaron a su cuerpo, y entonces Abel pudo sentir la desesperación que lo inundaba al haber visto a su hermano caer herido al estanque. También sintió el propio pavor que el agua le inspiraba Delíades, y comenzó a ver a través de sus ojos y a apropiarse de sus recuerdos. En la mente de Abel se incrustaron las imágenes del mar fluyendo bajo el galope de los caballos que los llevaron hasta Rodorio. También se filtraron por sus oídos las historias de Próetus, aquellas que contaba en los días soleados en las fuentes de Pirene, pero únicamente se filtraron aquellas historias sobre monstruos marinos y demás sirvientes de Poseidón. Y finalmente, los recuerdos de los padres de los gemelos, siendo arrasados violentamente por una corriente de agua y escombros, inundaron poco a poco el alma de Abel.

Al ser invadido por las emociones de Delíades, Abel se intentó poner de pie para ir en su ayuda. Sin embargo las energías lo habían abandonado y el daño producido por las patadas de Apis hizo que cayera nuevamente al suelo. Sin entender por qué podía sentir tan claramente la desesperación y el temor de Delíades, cerró los ojos y apretó los puños con fuerza; pensó en Beler y deseó que estuviera allí para que socorriera a sus compañeros que se ahogaban en el estanque. De repente la concentración de Abel fue interrumpida por el chillido de un águila cuya sombra observó desplazarse rápidamente por el terreno fangoso hasta el estanque donde estaban sus amigos.

Delíades por su parte, pretendiendo ignorar el pavor que sentía hacia el agua, movía con fuerza sus extremidades intentando no ahogarse y avanzar hasta llegar a su hermano. Su peso no lo ayudaba mucho y se lamentó el no haber superado su miedo y no haber aprendido a nadar cuando tuvo la oportunidad en Pirene. “Moriré ahogado junto a mi hermano,” pensó mientras el agua entraba por su boca y su nariz, y escuchaba a Kalós gritando algo que no pudo entender desde la orilla del estanque. “¡Ayúdelos! ¡Los gemelos no saben nadar!,” gritó Kalós a Apis, quien simplemente se limitó a observar la escena en el estanque sin moverse siquiera un poco. Al ver que el Santo continuó con las manos en la cintura, Kalós se dirigió corriendo al agua a pesar del agudo dolor que sentía en su mano derecha.

Justo antes de que Kalós se lanzara a la laguna, una sombra alada pasó por encima de él. Cuando el joven miró hacia arriba para identificar al ave, descubrió que una persona muy delgada de cabellos rojos y trenzados posaba silenciosamente un pie sobre la superficie del agua y se deslizaba velozmente por ella como si estuviera volando. No había dudas, se trataba de una mujer que se dirigía rápidamente hacia Delíades dejando tras ella varios hilos de lágrimas que poco a poco se convertían en neblina. Y no estaba sola, pues un águila sobrevolaba la laguna mientras la mujer con sorprendente facilidad sacaba a Delíades del agua agarrándolo por un brazo e impidiendo que muriera ahogado.

A continuación y con Delíades colgando de su mano izquierda, se dirigió en pocos segundos hasta el lugar donde había caído Ganímedes. Allí se sumergió en el agua para tomarlo de las ataduras de cuero de su armadura y sacarlo del estanque. Inmediatamente, con ambos niños pendiendo de sus brazos, se dirigió a la orilla más cercana, a un lado de Kalós, y descargó cuidadosamente a los gemelos. Kalós, aun con la cara húmeda por las lágrimas, miró impresionado el bello rostro de la mujer, por el cual se deslizaban gotas de agua. Una ráfaga de viento recorrió el lugar y el águila continuó planeando sobre las lagunas.

-BERENICE: (Enjugándose la cara y mirando a Kalós) Lo siento mucho, no he llegado a tiempo…

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