Wednesday, 6 January 2010

XXIII. Ventisca al final de la primavera

XXIII.
Ventisca al final de la primavera


El sol de la mañana brillaba incandescentemente mientras los cuatro niños guiados por Berenice se acercaban al cementerio del Santuario. Aquel era un lugar árido, lleno de túmulos de rocas y unas pocas lápidas para los Santos que en vida se habían destacado en las guerras y cuyas hazañas eran dignas de ser narradas por los poetas de la región. Berenice, quien llevaba cuatro rosas rojas en su mano izquierda, tomó de la mano a Delíades con la derecha. Ambos se abrieron paso cuidadosamente entre los túmulos y Berenice le indicó al muchacho dónde yacía enterrado el cuerpo de su hermano gemelo. Delíades entonces se acuclilló y puso la mano derecha sobre la tumba, mientras los otros tres niños se acercaban y ubicaban tras él.

-BELER: ¿Dónde estará el alma de Ganímedes en estos momentos? ¿Creen que esté solo, o con otras personas que también hayan muerto?

-DELÍADES: (Sin moverse de su sitio) Lo más probable es que esté con mis padres.

-BELER: Sí, seguramente ha vuelto a ver a sus padres. ¿Y qué crees tú, Abel?

-ABEL: (Apesadumbrado) Seguramente es como dice Delíades, debe estar con sus padres.

-KALÓS: Con padres o sin ellos, esperemos que esté corriendo en los campos Elíseos. Berenice, ¿sabes si cuando sepultaron a Ganímedes pusieron alguna moneda en su boca?

-DELÍADES: (Dando media vuelta para ver a Kalós) ¿Y para qué le van a servir las monedas en los campos Elíseos?

-KALÓS: Definitivamente nunca pusiste atención a Próetus. Ganímedes necesitará pagarle al barquero del río Aqueronte para que lo lleve a la otra orilla y pueda seguir su camino hacia los campos Elíseos.

-BELER: ¿Qué acaso no tiene que pagar pero para cruzar la laguna Estigia?

-ABEL: En todo caso no importa el nombre de la laguna. De lo que nos olvidamos es que el dios Hypnos es el que decide qué mortales podrán descansar en los campos Elíseos al lado de los dioses. No depende de nosotros…

-KALÓS: ¿Y tú qué piensas, Berenice? Debes saber más que nosotros acerca de los campos Elíseos y la vida después de la muerte.

-BERENICE: (Terminando de organizar las rosas rojas sobre la tumba de Ganímedes) ¿Y por qué piensas eso? Hay muchas cosas que no me he preguntado y sobre las que me parece necedad opinar. (Posando su mano sobre el hombre de Delíades) Mejor demos por terminada nuestra visita y acompáñenme, debemos reunirnos con Aldebarán para conocer la decisión del Patriarca sobre su nuevo maestro.

-BELER: (Observando el hermoso color de las rosas) ¿De dónde has sacado esas rosas en un lugar tan árido como éste?

-BERENICE: (Sonriendo ante la curiosa mirada de Beler) Eso es un secreto, pequeño hermano. Si te portas bien conmigo y con el que ha de ser el nuevo maestro de ustedes quizás te lo revele algún día.

-BELER: (Sonriendo) ¿Y qué acaso no podrías ser tú nuestra nueva maestra? Los chicos dicen que eres muy hábil y fuerte, y también eres muy simpática…

Ante las palabras de Beler, Berenice se limitó a sonreír y a emprender la marcha para guiar a los niños hacia el lugar donde se encontrarían con Aldebarán, quien les daría a conocer a los jóvenes aprendices la decisión del Patriarca sobre lo ocurrido con Apis. El cielo estaba completamente azul, y el sol en su centro brillaba como un gigantesco ojo dorado que anunciaba el fin de la primavera y la llegada de las intensas olas de calor en Attica. “Será un cruel verano,” pensó Berenice mientras alzaba la mirada para buscar en el cielo a su mascota, el águila que la acompañaba cuando recató a Delíades de la laguna.

A miles de kilómetros del Santuario, vadeando valles, montañas y bosques, el sol apenas brillaba débilmente por entre unas cuantas nubes grises. El viento comenzaba a soplar con fuerza, dejando escapar agudos silbidos mientras recorría una desolada aldea de aquellos a quienes en Grecia llamaban bárbaros. Las puertas y ventanas de madera de todas las casuchas habían sido derribadas, y unos cuantos cerdos y gansos eran los únicos que aun se paseaban con vida en aquel lugar. Una pila de cadáveres aun echaba humo en las afueras de la aldea, y varios soldados griegos descansaban silenciosamente y comían sentados alrededor de fogatas que eran poco a poco reducidas a pequeñas llamas por el frío viento.

A pesar de las corrientes de aire, el olor a carne quemada aun pululaba por todo el lugar, y los gritos y el lastimero llanto de dos mujeres, provenientes de una casa de madera también alejada de la aldea, era lo único que escuchaban los soldados. En sus miradas se leía solamente cansancio y nostalgia del hogar. Eran hombres que habían dejado sus tierras varios meses atrás y se encontraban en un territorio desconocido y agreste, siguiendo ciegamente las órdenes de sus superiores. Entre ellos, había uno que claramente era algo más que un soldado raso. Era un Santo Ateniense, diferenciado de los demás por su hermosa armadura plateada. Recostado sobre la puerta de la casa de donde provenían los gritos femeninos, miraba fijamente hacia la aldea destruida, con los brazos cruzados y con el rostro estático.

Aunque a primera vista el Santo parecía indiferente a la situación, en realidad sus sentidos eran torturados por la visión y el olor del túmulo de cadáveres chamuscados, y por los gritos de dolor y de terror de las dos aldeanas encerradas en la casa de madera a la que prestaba guardia. Los soldados también se sentían algo perturbados por los alaridos y sollozos, pero no se turbaban; solamente se limitaban a seguir engullendo la carne asada en las fogatas. El sol se había extinguido por completo dejando gris el paisaje y el viento silbaba cada vez más agudo. Entonces el Santo de plata, afinando su oído, pudo escuchar a pesar de los gritos incesantes de las mujeres una marcha a lo lejos. Eran pasos de un puñado de personas aproximándose a la aldea por el nororiente.

Pronto, los demás soldados también pudieron sentir los pasos. “Señor Orfeo, ¡es el ejército Azul!,” exclamaron con miedo algunos de los soldados, “¡vienen a tomar venganza por lo que hemos hecho… y justamente ahora que el señor Akerbeltz no está con nosotros!” Algunos soldados se pusieron de pie y abandonaron su comida para mirar aterrados al Santo de Plata, buscando una palabra que los tranquilizara. “¡Silencio!” les dijo Orfeo de Lira, el Santo de Plata, “los que se aproximan son de nuestro ejército; escuchad bien sus pasos.” Entonces, mientras los soldados prestaban atención al sonido de la marcha, alguien apareció sorpresivamente entre ellos con una rapidez extraordinaria. Algunos de los soldados alcanzaron a tomar sus armas para defenderse cuando descubrieron que se trataba de un Santo de Bronce, que jadeando del cansancio se acercó al Santo de Plata que custodiaba la puerta de la casa donde estaban encerradas las mujeres.

Al recién llegado le conocían en el Santuario con el nombre de Mjaldur, el Santo de Delphinus. A pesar de ser un Santo de Bronce y de su corta edad, lo respetaban como a los Santos de Plata. Con sólo 15 años, había obtenido su armadura del Delfín y había sido enviado directamente al norte con el ejército griego en la búsqueda de la armadura de Acuario. Por su destacada rapidez, había sido elegido para acompañar al Santo dorado Akerbeltz de Capricornio en sus tareas de reconocimiento del terreno. Por ello, al estar allí sudando y fatigado entre los soldados, sólo quería decir que algo urgente había ocurrido, y el Santo de Plata no dudó en prestarle atención a las palabras que estaba a punto de articular.

-MJALDUR: (Buscando alientos para hablar) Traigo un mensaje para el señor Hannibal. El señor Akerbeltz quiere que vaya a su encuentro en dirección noroccidente lo más rápido posible.

Orfeo entonces detectó algo en la mirada de Mjaldur, quien lo miraba fijamente tratando de informarle de algo que no podía decir abiertamente. Los ojos de Mjaldur brillaban y temblaban, expresándole al Santo de Plata un temor en lo más profundo de su corazón. Los jóvenes Santos permanecieron pues uno frente al otro, tratando de descifrar aquello que no podían comunicar con palabras pero que era de suma importancia. Orfeo intentaba leer y confirmar en los ojos claros del Santo de Delphinus la causa de aquel temor profundo, cuando el grupo de soldados cuya marcha habían estado escuchando pudo ser divisado abriéndose paso en la aldea.

Se trataba de un grupo de alrededor de 25 soldados griegos heridos y con armaduras desechas. A la cabeza de la tropa iba Stheno de Perseo, otro Santo de Plata cuya armadura no estaba desecha como la de sus subordinados, pero traía un color que no era propio de las armaduras plateadas. A excepción de la magnífica espada que empuñaba en el brazo izquierdo, el resto de su armadura se había vuelto opaca, como si su brillo natural se hubiera perdido.

-STHENO: (Acercándose a Orfeo y a Mjaldur, con una expresión sombría en el rostro) ¡Saludos, Orfeo de Lira! Como puedes ver me quedan menos de la mitad de mis hombres. Los más valientes han muerto todos congelados o desmembrados por hachas. Creo que yo y mi legión no tenemos nada más que hacer en este lugar.

-ORFEO: (Sin abandonar su posición como guardia) Perseo… ¿Y qué ocurrió con las legiones de Auriga y Lacerta?

-STHENO: Esperaba que me lo dijeras tú. Ellos nunca se reunieron con nosotros en la barrera Norte. Probablemente ya están todos en el infierno… y no me extrañaría que la legión de Orión también haya desaparecido. Además, y esto es un hecho, Canis Venatici y su hombres fueron derrotados y sepultados en la última aldea que arrasaron. El Santo de Lupus, quien sobrevivió a la batalla nos lo ha informado. (Señalando al Santo de Bronce que se encontraba con los demás soldados heridos) ¡Míralo allí, con su armadura hecha añicos después de ser congelada! Es un despojo de Santo…

-ORFEO: (Observando la armadura de Perseo) Veo que tu armadura también fue congelada.

-STHENO: ¡Malditos Guerreros Azules! No podré utilizar mi armadura en mucho tiempo, quizás por años, hasta que se recupere por completo. En cualquier momento podría resquebrajarse… Sólo me han dejado con la espada de Perseo, porque hasta el escudo de Medusa ha sido congelado.

-ORFEO: Si es verdad todo lo que nos informas, esto es una deshonra para el Santuario. Supongo que también quieres hablar urgentemente con Hannibal.

-STHENO: (Escuchando los gritos de la mujeres) Eso deseo y requiero, pero parece que el señor Hannibal no me podrá atender por el momento… (Sintiendo el frío aire) ¡Y qué demonios pasa con el clima! ¡Si pronto estaremos comenzando verano, por Atenea! Debe ser obra del ejército Azul…

Súbitamente la voz de una de las dos aldeanas encerradas se apagó, mientras que la otra voz comenzó a gritar aun más fuerte y más agudo. Todos los Santos y soldados griegos afuera de la casa de madera se sintieron verdaderamente perturbados por los desgarradores chillidos de la aldeana. Sumado a eso, el viento que resoplaba por todo el lugar comenzó a volverse extrañamente muy frío, haciendo tiritar de inmediato a varios de los hombres que allí se encontraban y extinguiendo completamente la mayoría de las fogatas.

-ORFEO: (Dirigiéndose a Stheno y Mjaldur) Bueno, ya hemos esperado por mucho tiempo a que Hannibal se divierta con esas mujeres. Además el Santo de Delphinus tiene un mensaje urgente de Akerbeltz. Espérenme un momento.

El Santo de Plata comenzó entonces a tocar insistentemente la puerta de madera mientras los chillidos de la mujer y el silbar de viento se intensificaban. Los Santos de Perseo y Delphinus aguardaron de pie a sus espaldas, a veces volteando la cabeza para observar a los soldados estremecerse por las corrientes de aire helado. Luego de mucho tocar la puerta, se sintió como alguien se acerba desde el interior de la casa mientras los gritos de la mujer se convertían en suaves sollozos.

De repente la puerta se abrió y en el umbral apareció un hombre de estatura media pero de figura imponente, con el torso envuelto en pieles de oso y con algunas manchas de sangre en su cara y musculosos brazos. El color cobrizo de su piel demostraba que procedía de un lugar muy diferente a aquella tierra verde de aire fresco que ahora era recorrida por fríos vientos. Se trataba de Hannibal de Cáncer, uno de los dos Santos de Oro enviados como generales del ejército Griego en la búsqueda de la armadura de Acuario en el Norte.

Hannibal miró fijamente por unos segundos a Orfeo, demostrando su disgusto por haber sido interrumpido. Pero una vez se percató de la llegada del Santo de Delphinus y de la legión de Stheno de Perseo, comprendió la situación. Sin embargo, no pronunció palabra sino que dio unos pasos al frente, con sus pies desnudos, sintiendo las heladas corrientes de aire en su rostro y el silbar del viento. Los hombres a su alrededor, Santos y soldados rasos, se quedaron observando a Hannibal, a la expectativa de sus palabras y sus actos.

-HANNIBAL: (Sonriendo, y dirigiendo su mirada hacia el noroccidente) ¡Es él! ¡Escuchen su voz en el viento! (Dando media vuelta y dirigiéndose a Orfeo) Lo está llamando, está llamando a Akerbeltz; Eriker de Acuario quiere que él vaya a su encuentro. ¡Lo hemos logrado!

-ORFEO: (Inclinando la cabeza) Mjaldur de Delphinus trae un mensaje urgente para usted del señor Akerbeltz.

-HANNIBAL: (Mirando a Mjaldur) Ya no tienes que decírmelo, ya sé lo que Akerbeltz te ha enviado a decirme. (Regresando al umbral de la casa de madera, para dirigirse a los soldados con una amplia sonrisa en la cara) Es mejor que se preparen si piensan quedarse en este lugar, ¡porque pronto serán azotados por una helada ventisca!

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