Wednesday, 21 October 2009

IX: Tres huérfanos

IX.
TRES HUÉRFANOS



Ante los ojos llorosos y las palabras de Eirene, Abel y Beler se quedaron en silencio. El único sonido que se escuchaba en aquella bóveda eran las gotas de agua que caían desde el techo sobre la superficie acuática. Eirene miraba fijamente a Beler, con sus sentimientos al descubierto y sintiéndose humillada por un esclavo ante la figura esculpida del padre que nunca había conocido. La tensión del momento fue rota por las palabras conciliadoras de Abel.

-ABEL: Disculpe a Beler, señorita Eirene. Estoy seguro que sus intenciones no eran malas. Usted sabe que apenas ha comenzado a hablar, y bueno, a veces no sabe lo que dice. Además no sabíamos que este lugar era también un sepulcro y que aquí se encontraba sepultado su padre. Por favor discúlpelo.

-EIRENE: (Aun mirando a Beler muy enojada) Más te vale que cuides la forma en que me hablas, niño. Recuerda que sólo eres un esclavo en este palacio, y que incluso soy mayor que tú, así sea sólo por un año.

Beler, aun con la inútil antorcha en su mano izquierda, no supo cómo responder o qué agregar para enmendar el error que aparentemente había cometido con la nieta de Polyeidos. Era un niño espontáneo, que a diferencia de Abel, no preveía las consecuencias de sus impulsos y no entendía completamente la posición que tenía como esclavo en el palacio. Sin embargo, las escasas lágrimas que por su culpa desbordaban los ojos de la niña, hicieron que a Beler lo invadiera una sensación de arrepentimiento y se le dificultara mirarla directamente a los ojos. Eirene entonces lo liberó de su mirada recriminadora, y se volteó hacia la tumba de su padre, observando fijamente hermosa la escultura del hombre alado, con una expresión melancólica en su rostro.

-EIRENE: Así como ustedes, yo también soy una huérfana. Ésta es la tumba de mi papá, a quien nunca conocí. Y mi madre, la hija de mi abuelito, está sepultada al norte de la ciudad. El tercer día de cada semana voy con mi abuelo a visitarla y a adornar su sepultura con flores. Tampoco pude conocer a mi madre, quien murió pocos días después de mi nacimiento.

-ABEL: (Luego de una larga pausa en la que meditó sobre las revelaciones del momento) Pero ¿por qué la sepultura de su padre está en este lugar, tan lejos de la su madre, señorita Eirene?

-EIRENE (Aun mirando la escultura) Eso ha sido decisión de mi abuelito. Mi padre fue un hombre excepcional que él admiró y respetó mucho; y que, como mi abuelo, dedicó su vida al servicio de la diosa Atenea. (Luego de una pausa) Bueno, he cumplido mi promesa de enseñarles la habitación secreta más hermosa del palacio. Ya podemos regresar a dormir.

Luego de estas palabras, Eirene se dio vuelta y comenzó a caminar hacia la entrada del mausoleo cisterna con la falda recogida sobre sus rodillas. Beler y Abel la siguieron, dejando atrás al petrificado hombre alado; Beler cabizbajo y pensativo, olvidando los tesoros que abundaban en aquel bello lugar y balanceando la antorcha que llevaba en su mano, y Abel divisando por entre las columnas de mármol una pequeña reja de hierro que parecía conectar la cisterna con otro pasillo.

-ABEL: Señorita Eirene, ¿puedo preguntarle hacia dónde lleva aquel túnel, el de la derecha?

-EIRENE: (Sin dejar de avanzar) Si te vas por ese pasadizo llegarás eventualmente al templo de Atenea en la superficie. Mi abuelo lo usa casi todos los días para regresar al palacio. (Subiendo el par de peldaños de piedra por dónde habían entrado minutos atrás) Beler, ve tú de primero. Necesitamos la luz de la antorcha para poder subir al palacio sin tropezar.

Los tres niños regresaron a la superficie por la escalera en forma de caracol por dónde habían bajado a la cisterna. Una vez estuvieron en el huerto, Eirene encadenó la puerta y aseguró el candado de León después de que Abel la había cerrado. El cielo nocturno, aunque aun exponiendo algunas estrellas, había comenzado a cubrirse de nubes oscuras, y el sonido del viento, impropio de las noches de verano en Pirene, silbaba agudamente por entre los caminos de la polis, inquietando a los niños.

-ABEL: (Mirando a las nubes) Hace poco, antes de que bajara por ustedes, el cielo estaba igual de hermoso que ayer cuando estuvimos en las fuentes mirando las estrellas. Qué raro ver el cielo así en verano.

-EIRENE: Tienes razón. ¡Qué diferencia! Y el viento está helado. Ayer todo era perfecto, la noche, el clima y las estrellas. Ha sido la noche más bonita que he presenciado en mi vida. (Mientras miraba a Beler, quien se disponía a regresar la antorcha a su sitio) Oye Beler, qué te parece si la próxima semana regresamos los tres a las fuentes… Si me vuelves a llevar a tus espaldas te perdonaré por haberte burlado de mí.

Beler no supo qué responder y se quedó mirando a la pequeña Eirene, quien luego de decir sus palabras le sonrió. Sin decir nada, Beler también le sonrió tímidamente y luego miró al cielo. Pensaba en la noche que ayer habían pasado los tres en las fuentes de Pirene bajo miles de astros brillantes; en la noche de hoy y el recorrido por el luminoso mausoleo acuático bajo tierra del palacio; y en el día de mañana, dónde comenzaría la importante instrucción en armas de guerra a cargo de Próetus y algunos guerreros experimentados de la ciudad.

-ABEL: (En desacuerdo con la propuesta de la niña) Pero señorita Eirene, ya hemos ido ayer a las fuentes… ¿por qué quiere regresar?

-EIRENE: Te olvidas que no hemos visto aun la lluvia de estrellas. Y no hagas esa cara… parece que no hubieras disfrutado de la noche de ayer como lo hicimos nosotros dos. A ti es al que más le gusta observar estrellas, ¿no?

Fue así que, a pesar de la oposición de Abel, quedaron de reunirse los tres nuevamente a la semana siguiente para visitar las fuentes de Pirene en busca de la lluvia de estrellas con la que Eirene soñaba a menudo. Ella se aseguró que la puerta que conducía a las escaleras de caracol estuviera bien cerrada, y luego se dirigió a su dormitorio en el segundo nivel del palacio, cerca a la recámara de Polyeidos, con el estuche de madera y el pañuelo azul es sus manos. Los dos chicos también regresaron a su dormitorio silenciosamente, pero cuando se disponían a dormir, escucharon inesperadamente la voz de Kalós que les habló desde la oscuridad de la habitación.

-KALÓS: Ésta es la segunda vez que se ausentan por tanto tiempo del cuarto… ¿qué estaban haciendo?

-ABEL: (Casi susurrando) Por favor baja la voz, no sea que los gemelos se despierten.

-KALÓS: (Parándose de su lecho) Esos dos duermen como rocas, ni siquiera un temblor de tierra los despertaría. Más les vale que me respondan, ¿dónde estaban?

-ABEL: Sólo estábamos tomando aire fresco en el huerto.

-KALÓS: Aire fresco en el huerto… Si no me dicen la verdad mañana le contaré a Próetus que se están viendo secretamente con la pequeña fastidiosa en las noches.

-ABEL: (Alarmado por las palabras de Kalós) ¡Eso no es verdad! ¿Por qué piensas eso?

-KALÓS: Si insistes en mentirme verás de las cosas que soy capaz, Abel. Ayer, como tantas noches, me he despertado con los gritos del mudo, y cuando ustedes dos salieron del dormitorio los he seguido a ambos. Los he visto reunirse con la nieta de Polyeidos en el huerto. También sé que has vuelto a hablar, mudo, así que tú también puedes decirme qué estaban haciendo hoy.

Beler pensó en las palabras de Eirene y decidió que no era conveniente contar lo del mausoleo subterráneo lleno de tesoros, y como Kalós al parecer no había visto el momento en que ayer habían saltado el muro e ido a las fuentes de Pirene, decidió que eso era lo más conveniente para revelarle.

-BELER: Hemos ido con Eirene a las fuentes de Pirene, pues ella quería ver la lluvia de estrellas de las que tanto hablan Próetus y el señor Polyeidos. Hoy, ella misma, me ha pedido que te invitara para el próximo encuentro, que será la semana siguiente. ¿Vendrás con nosotros?

Kalós, sin poder ver la expresión en el rostro de Beler, se quedó pensando ante las palabras del huérfano. Ni Beler ni Abel pudieron ver tampoco su pícara mirada ni su amplia sonrisa. Kalós se dirigió entonces a ciegas hacia el lecho de Beler y, tanteando, le puso una mano sobre la cabeza.

-KALÓS: ¿Estás seguro que me estás diciendo la verdad, pequeño mudo? Si llego a descubrir que me estás mintiendo te daré una paliza que nunca olvidarás y haré que el viejo los expulse a ambos del palacio.

-BELER: No me importan tus amenazas ni te tengo miedo, pero tampoco te estoy mintiendo. El segundo día de la próxima semana lo comprobarás. (Quitando la mano de Kalós sobre su cabeza) Ahora déjanos dormir que mañana será un día interesante y no quiero sentirme cansado.

-KALÓS: (volviendo a su lecho) ¡Ay de los dos donde me estén mintiendo!

Los tres pasaron aquella noche sin poder dormir, pensando en las experiencias vividas y en los peligros y las aventuras que los siguientes días les traerían, sin saber de los catastróficos sucesos que al mismo tiempo ocurrían en otra parte de Gea, más allá del mar Egeo en la región de Lycia de Asia Menor. Al igual que los habitantes de Pirene, los habitantes de un pequeño poblado al sur de Phaselis dormían tranquilamente sin darse cuenta del estremecimiento de los animales y del aire de la región. Las aves, los animales de las granjas y los perros comenzaron a huir de la aldea despavoridamente y en bandadas, presintiendo el mal que se cocinaba en el Monte Quimera. Alrededor de esta enorme chimenea de roca y tierra, el cielo se había cubierto por una gruesa cortina de humo y ceniza que ocultaba los astros y sumía en la oscuridad a toda la región de Lycia.


Allí, muchos metros bajo tierra, una joven mujer, ataviada por un largo vestido azul oscuro y púrpura, entraba en una bóveda igual de espaciosa que aquella que había bajo el Palacio de Polyeidos en Pirene. Era una dama alta de cabello negro brillante, atado por una enorme corona negra de hierro con incrustaciones de rubíes y ágatas. Sus blancos brazos también estaban cubiertos por cadenas plateadas con gemas rojas, berilios y amatistas. La caverna circular que tenía en frente estaba iluminada por numerosas antorchas de madera encendidas, dispuestas en el muro de piedra. En el centro de la habitación había un hoyo hexagonal no muy profundo cavado en la tierra de forma muy simétrica, y al centro del hexágono había un túmulo de joyas de muchos colores y otros metales raros de formas variadas. Sobre el montículo de joyas y metales había un agujero en el techo de tierra que muchos metros arriba llevaba a la superficie, justo al centro del poblado que se encontraba al pié del Monte Quimera.

La mujer, que supervisaba con la mirada que todo estuviera en orden, venía acompañada a su derecha por un joven de 15 años y cabello oscuro, que, tapándose la nariz al sentir lo viciado del aire de aquella habitación, seguía a la doncella arrastrado como por fuerzas invisibles. La mujer, luego de observar minuciosamente el tenebroso lugar, volvió su cara al joven, y, sonriendo, le tomó la mano izquierda. “Ven, dirijámonos al altar, no sea que caigas paralizado por los gases del averno,” y diciendo esto, ambos se dirigieron a su izquierda y ascendieron 36 escalones de piedra oscura hasta llegar a un altar circular del mismo material, con una pequeña antorcha encendida en forma de copa en el centro, y rodeado por 6 cántaros de barro y oro. Desde este lugar, ambos tenían una visión privilegiada de todo el recinto.

“¡Mira! Ya llegan las vírgenes,” le dijo la mujer al joven, señalándole con la mano el umbral por donde comenzaban a entrar varias filas de silenciosas niñas que no sobrepasaban los 15 años, todas vestidas de blanco. En total, entraron 18 niñas en aquella caverna, custodiadas por seis individuos totalmente cubiertos por túnicas negras y grises, tres de ellos de estatura media, y los otros tres con tamaños desproporcionados; una de ellos casi un gigante. La mujer, complacida con la llegada de las vírgenes y sus guardianes y sin dejar de observar el panorama de la caverna desde el altar, le murmuró a su joven acompañante: “Todo está preparado para la expiación de tu pecado y enmendar el monumental fracaso del fratricida. Ahora tus ojos humanos verán cómo la primera y más temible legión de Erebo se yergue para preparar la llegada de nuestro señor a la tierra que caminan los mortales…”


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