PORTAL AL INFRAMUNDO
Cuando las 18 doncellas vieron el túmulo de joyas que yacía en el centro del hoyo hexagonal comenzaron a hablar entre sí y a murmurar, atraídas por la belleza de los colores de las piedras preciosas y los brillantes metales. “Adelante, mis valiosas doncellas. Vuestra juventud y pureza os serán recompensadas con mucho más que los tesoros que tenéis en frente,” les habló la mujer coronada desde el altar de piedra a las sorprendidas jovencitas. “¡Hacedlas pasar al hexágono!” les ordenó a los sombríos custodios, quienes comenzaron a forzar a las doncellas a saltar al hoyo de seis puntas ubicado en el centro de la caverna.
Las niñas comenzaron a distribuirse alrededor del hexágono, unas inquietas mirando hacia el techo de tierra oscura o hacia la mujer que las miraba desde arriba, y otras atrapadas por la belleza de las joyas y metales que tenían al alcance de sus manos. Los seis individuos encapuchados se pararon cada uno en la mitad de cada lado del hexágono sin descender al nivel de las doncellas, que ya comenzaban a repartirse las joyas del montículo.
El joven al lado de la mujer miraba la escena sin saber muy bien qué esperar de ella. Era un simple espectador pasivo que no podía intervenir y que estaba condenado a presenciar lo que fuera que allí ocurriese sin poder protestar u opinar. Desde el lugar donde se encontraba pudo ver como algunas de las niñas comenzaban a taparse la nariz al igual que él lo había hecho cuando había entrado a la caverna. Muchas de ellas habían abandonado ya las joyas y comenzaban a quejarse por la pesadez del aire, intentando en vano buscar con la mirada una salida del hexágono. La figura imponente y pavorosa de los guardias les infundía tal miedo que no se atrevían siquiera a intentar escalar el hoyo en que se encontraban.
De repente, muchas comenzaron a caer al suelo desmayadas ante los gritos de horror de las demás. Pedían a sus custodios en los idiomas de sus ciudades natales que las dejaran salir de allí, que se estaban ahogando, que tuvieran compasión de ellas; pero éstos, como estatuas, no se movieron de su lugar ni cambiaron de posición. “No os preocupéis, queridas mías, pues pronto estaréis bailando y cantando en los campos Elíseos”, les dijo desde su altar la mujer de corona de hierro, y el adolescente que la acompañaba pudo ver aterrado cómo las 18 doncellas caían tendidas al suelo, con las joyas esparcidas por doquier dentro del hexágono. Entonces, uno de los tres encapuchados gigantes habló con una voz de ultratumba, que no era de hombre ni de mujer pero que resonó en todo el recinto.
-ESTRELLA INFERNAL: Las 18 vírgenes han caído bajo el poder del dios Hipnos y los hálitos del averno. Es hora de la circunvalación.
-REINA DE HIERRO: (Alzando los brazos) ¡Ah, estrellas infernales! Esbirros de las Erinias y los más leales guerreros de Hades; a partir de esta noche el mundo de los humanos será el terreno dónde vosotros probareis vuestra fidelidad al dios del inframundo. Con el poder que me ha sido cedido por la Doncella, la Reina de los Muertos, convocaré vuestros surplices y os permitiré elegir un cuerpo terrenal que hospede vuestras almas. ¡Oh, guardianes del Tártaro! El rugido del volcán que yace sobre nosotros será la trompeta que anuncie vuestra llegada a Gea.
La mujer en el altar no había acabado de pronunciar sus palabras rituales cuando los seis encapuchados ya habían comenzado a circunvalar lentamente el hexágono dónde yacían las inconscientes niñas. Sus túnicas negras flotaban en el aire y sus sombríos rostros siempre estaban dirigidos hacia el orificio que había en el centro del techo. El adolescente en el altar, atónito ante la ceremonia que se llevaba a cabo en aquel lugar subterráneo, se limitaba a mirar a los seis individuos rodeando al grupo de doncellas, y al rostro complacido de la mujer que lo había traído allí.
-REINA DE HIERRO: (Dirigiéndose a su joven acompañante con un semblante tranquilo) No te quedes ahí pasmado. Es un gran privilegio el que puedas observar este ritual. Considérate afortunado, si por mi fuera te entregaría a la tortura sin fin de las Erinias por el gran pecado que has cometido. ¡Anda! No me mires así y tráeme la primera ánfora.
Señalándola, la mujer le indicó al joven cuál ánfora requería. Una vez la tuvo en sus manos, se dirigió a la antorcha con forma de cáliz en el centro del altar, y vertió agua sobre ella sin apagar la llama, diciendo: “A ti, oh Poseidón, dios de los Mares y padre de las criaturas magníficas que en ellos habitan; gloria del pasado sellada por la diosa de los humanos.” Sin dejar aquel lugar, le ordenó al joven que le trajera el siguiente cántaro, esta vez derramando vino tinto sobre la antorcha y extinguiendo la llama. Mientras el vino se mezclaba poco a poco con el agua, el humo de la antorcha extinguida ascendía y se esfumaba por el orificio en el centro del techo de la bóveda. “A vosotros, oh deidades celestes, en caso de que vuestras miradas descubran lo que hoy acontece en este templo subterráneo a pesar del tapiz de humo que se cierne sobre esta región.”
A continuación la Reina de Hierro se paró al borde del altar, y tomando la siguiente vasija, derramó el aceite que había en ella sobre el suelo de aquel lugar, a unos pocos metros del hexágono. Luego derramó miel y leche de otras dos ánforas y sobre el mismo lugar, dedicando las tres libaciones a Perséfone, Tánatos e Hipnos respectivamente, e invocando el poder de estas tres deidades del averno. Mientras los seis individuos sombríos continuaban con la circunvalación, la mujer desde el altar tomó el último cántaro y, pronunciando palabras en una lengua desconocida y con una voz que no era propia sino de decenas de doncellas, dejó derramar sangre sobre el charco de aceite, miel y leche que se había formado en el suelo.
El perturbado adolescente no sabía si la tierra se sacudía en aquel instante o si eran sus rodillas las que temblaban del miedo al escuchar las palabras que salían de la boca de aquella mujer. No pudo comprender la lengua en la que hablaba, pero extrañamente sabía que los últimos rezos y la sangre vertida sobre la tierra iban dirigidos al dios Hades. Hubiera querido salir corriendo de aquel lugar, pero su cuerpo no le respondía a causa del miedo y las fuerzas invisibles que lo habían obligado a acompañar a la sacerdotisa con corona de hierro hasta aquel lugar.
El abundante fluido espeso formado por la mezcla de los cuatro líquidos de los últimos cántaros comenzó a recorrer el suelo lentamente hasta llegar al hexágono y verterse sobre él. Súbitamente, las antorchas de madera que iluminaban el lugar disminuyeron la intensidad de sus llamas hasta extinguirse completamente y sumir el lugar en la más profunda penumbra. Sólo se escuchaban las capas de los sombríos guardianes azotadas por un viento helado que había comenzado a recorrer la caverna. Los seis guardianes, la Reina de Hierro y su atemorizado acompañante vieron entonces cómo una tenue luz roja comenzaba a dibujar simétricamente una estrella de seis puntas en la oscuridad en el lugar donde debía estar cavado el hexágono. La luz a su vez se reflejaba en las piedras preciosas esparcidas en el suelo, dejando vislumbrar al adolescente lo que parecían ser innumerables serpientes enroscándose en los cuerpos inmóviles de las niñas y un líquido oscuro que comenzaba a inundar el lugar donde éstas se encontraban. Si hubiera tenido el comando de su voz, arrebatada por la sacerdotisa, habría gritado tan fuerte que ninguno de los presentes en aquel recinto subterráneo hubiera escuchado la explosión que estaba a punto de ocurrir en la superficie.
Los habitantes del pequeño poblado que se encontraba arriba del templo subterráneo se despertaron por el sonido de erupción del Monte Quimera. Alcanzando a penas a levantarse de sus lechos, murieron todos calcinados por el mar hirviente de ceniza y gases espesos que inundó al pueblo. Inmediatamente cayeron del cielo gigantes rocas ígneas que destruyeron algunas construcciones, y un humeante mar de peñascos derretidos arrasó con las casas que aun quedaban en pié y con las estatuas de ceniza en sus interiores. El rugido del volcán y el terremoto que generó la erupción hicieron que la sacerdotisa y su acompañante se tambalearan sobre el altar donde se encontraban. Recuperando su equilibrio, ambos pudieron ver como un hilo de lava resplandeciente fluía a través del agujero en el techo y se vertía sobre el montículo de joyas y metales en el centro del la estrella de seis puntas.
Por efecto de las rocas incandescentes que se filtraban por el orificio en el techo de tierra, el recinto había sido totalmente iluminado una vez más. La piscina de lava, haciéndose cada vez más profunda, había ocultado los trazos de luz roja que formaron anteriormente el hexagrama y derretía poco a poco todo lo que estaba sumergido en ella: las joyas, los metales, las serpientes, el líquido negro, y los cuerpos de las vírgenes. Los temblores del suelo no habían cesado, pero a pesar de eso, los seis encapuchados continuaban con la circunvalación del hexágono sin alterarse por la reciente transformación del escenario donde se encontraban. Entonces, seis figuras oscuras sin forma definida comenzaron a emerger lentamente de la lava, y ante la aparición, los seis individuos se detuvieron cada uno a un lado del margen del hexágono.
Tomando al joven de la mano para que la acompañara, la Reina de Hierro bajó los escalones y se dirigió cerca de la sopa de lava en el momento en que el temblor de la tierra había concluido. Sin soltar la mano del muchacho, se dirigió a los otros seis individuos en el recinto: “Ahora que vuestras vestimentas han sido enviadas desde el inframundo, vuestras almas podrán descansar y sentirse completas. Sin embargo aun necesitan de algunos años para fortalecerse e impregnarse del poder que hoy ha sido invocado en este templo. En este mismo momento habéis de dirigiros a la superficie para encontrar las vasijas humanas más adecuadas para vuestras almas. Recordad que en poco tiempo tendréis que estar listos para recibir a nuestro Señor en este lugar tan infestado de humanos.”
Los surplices, el nombre que recibían las seis armaduras oscuras que yacían en el pozo infernal, comenzaban a tomar formas diferentes nutriéndose de los minerales y el calor del averno. “Vosotros seis seréis la vanguardia del ejército de Hades. Seréis los que precedan el nacimiento de nuestro Señor y la llegada de sus 108 estrellas a este mundo. Tú, Estrella Infernal de la Prudencia, Espectro de Leviatán, ¡abandona las puertas del Tártaro y busca tu morada en la masa humana!” Mientras la mujer decía estas palabras, uno de los individuos encapuchados pareció desvanecerse en forma de humo. La túnica oscura que lo había cubierto hasta ahora quedó vacía sobre el suelo mientras el vapor negro ascendía por el mismo agujero por donde la lava se había filtrado anteriormente.
El joven no sabía a dónde debía mirar, si a los surplices emergentes de la burbujeante lava o a las almas en forma de sombra que ascendían por el centro del recinto dejando atrás sus togas vacías. La mujer continúo nombrando a cada uno de los cinco espectros restantes y con cada nombre, una sombra se esfumaba de la caverna buscando una salida hacia la superficie. El adolescente grabó muy bien en su mente los nombres de los espectros pronunciados por la sacerdotisa: “Estrella Infernal de la Constancia, Espectro de Manticora; Estrella Infernal de la Voluntad, Espectro de Rukh; Estrella Infernal de la Clemencia, Espectro de Súcubo; Estrella Infernal del Autocontrol, Espectro de Salamandra; y Estrella Infernal de la Templanza, Espectro de Quimera.”
Las seis almas sombrías del inframundo se dispersaron al este, al oeste, al norte y al sur del Monte Quimera y encontraron a sus huéspedes humanos antes que la luz del sol brillara en el nuevo día. Sin embargo la región de Lycia no pudo ver la luz del sol en muchos días a causa de la cortina de humo proveniente de la erupción del volcán. En los alrededores del Monte Quimera el paisaje era siniestro: incendios por doquier, nubes de gases venenosos agitándose en la superficie y ningún humano o animal con vida en los alrededores. El poblado al pié del monte había desaparecido por completo. En el templo subterráneo permanecían en silencio la mujer y el joven tomados de la mano, observando los seis surplices que se cocinaban en el pozo de lava hexagonal, adquiriendo formas de seres abominables y bestiales. Las brillantes cadenas que cubrían el brazo izquierdo de la mujer se extendieron y comenzaron a ceñir la mano y el brazo derecho del adolescente como serpientes plateadas, mientras que ella rompía el silencio con sus palabras.
-REINA DE HIERRO: 6 de las 18 Estrellas Infernales ahora están sobrevolando Gea, abandonando la vigilancia de las puertas del Tártaro. Es un colosal riesgo, un gran sacrificio el que hemos tenido que realizar por el craso error de los humanos en que ingenuamente yo había confiado. Traer las seis estrellas infernales hasta este lugar ha sido una encomienda ardua, pero ingresar a Erebo es mucho más fácil que salir de él. (Apretando fuertemente la mano encadenada del joven y mirándolo a los ojos) Por eso prepárate, pecador, porque en este mismo momento nos dirigimos a su espléndido reino, a su trono de ébano. Tendrás que rendir cuentas ante Él por la grave falta que has cometido…
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