PRIMERA PARTE: EL NACIMENTO DE UN GUERRERO
IV.
LOS HIJOS DE POLYEIDOS
Habían pasado ya algunas semanas desde que el último niño huérfano de los cinco había sido traído al palacio de Polyeidos en Pirene. Todos los moretones y raspones en su cara, brazos y piernas habían sanado completamente gracias a los esmerados cuidados de las esclavas en el palacio, y Próetus le había cortado el cabello al estilo de los hombres de Ephyra y le había vestido con ropajes similares a los otros 4 niños.
Descubrieron que no era mudo, ya que solía hablar y gritar mientras dormía en las noches como consecuencia de las terribles pesadillas que continuarían afectando su sueño por muchos años más. Su mirada ausente y trastornada también perduró por muchos días, e hizo que los otros niños tomaran distancia y evitaran tratarlo a pesar de también haber vivido como él situaciones desdichadas los primeros años de sus vidas. Abel, el mayor de los huérfanos, era quien más intentaba establecer contacto con el recién llegado, quizás sintiendo simpatía por el reflejo de su propio carácter introvertido en el silencio de su nuevo hermano menor. Fue él quien, por órdenes de Próetus, se encargó de explicarle las reglas para los esclavos y de mostrarle los salones en el palacio a los que tenían acceso; y era también quien lo despertaba en las mañanas para comenzar el día, y en la madrugada cuando comenzaba a gritar atormentado por sus pesadillas.
Todas las mañanas el grupo de huérfanos dejaba atrás el palacio de Polyeidos y se dirigía a las apacibles fuentes de Pirene. En el camino, siempre pedían a Próetus que les narrara las leyendas de Pegaso, el maravilloso caballo alado que calmaba su sed en las aguas de las fuentes. Fue en una de estas mañanas de relatos que, viendo el interés de los niños por el caballo mitológico, Próetus decidió llamar al niño que no había querido decir su nombre Beler, como Belerofon, el héroe que montó a Pegaso y que quiso llegar a la cumbre del Olimpo. A los otros chicos les pareció un nombre genial, y desde ese día de verano le dejaron de llamar “el mudo”, como se referían a él desde que había llegado a Pirene. Por la sonrisa del niño, pareció que no había tenido ningún inconveniente con el singular nombre que su nueva familia le había dado.
Una vez llegaban a las fuentes, los niños esclavos de Polyeidos no sólo eran instruidos por Próetus en lectura y escritura, sino también en funciones civiles, aritmética, y astronomía. Desde los primeros días, generando celos en los otros huérfanos, Abel brilló en aquellas mañanas por sus conocimientos previos y su facilidad para el aprendizaje de las letras y las estrellas. Estas habilidades habían sido adquiridas un par de años atrás por el favor de Polyeidos, quien, al ver al niño en su soledad deambulando como una sombra fantasmal por el palacio, le había abierto las puertas de su pequeña pero interesante biblioteca personal que con tanto celo resguardaba. Allí, Abel pasó muchas tardes aprendiendo conceptos básicos de astronomía; pasando páginas de libros antiguos sobre Atenea y los demás dioses olímpicos; y mirando ilustraciones fantásticas de la era mitológica, siempre supervisado por la mirada paternal de Polyeidos, quien sentía una mezcla de simpatía y compasión por el pequeño rubio.
Aquellas tardes en las que Abel estuvo rodeado de tanta sabiduría en papel, terminaban repentinamente con la voz de la pequeña Eirene buscando a su abuelito por todo el palacio para jugar. Ella nunca había conocido a sus padres y no tenía hermanos, por lo que inicialmente consideró a los huérfanos que su abuelo había acogido en su hogar como unos regalos excepcionales. Sin embargo, sintió una gran frustración cuando Polyeidos le prohibió jugar o pasar el tiempo con ellos, y era celosamente supervisada por Próetus y los demás esclavos al servicio de su abuelo. Cuando los chicos regresaban por las tardes al palacio, ella salía a recibirlos con una sonrisa desde el balcón de la habitación donde recibía su educación privada, emocionada de solo pensar en los relatos de Próetus o en las actividades deportivas que los chicos llevaban a cabo en el gimnasio. A pesar de que en un principio se mantenía resentida con Abel por el cariño y el tiempo que Polyeidos le dedicaba, con el pasar de los días su atención comenzó a enfocarse en Kalós, el segundo huérfano acogido en el palacio después de Abel, ya que su carácter le parecía muy peculiar y le atraían sus aires de superioridad.
Desde que Kalós fue llevado por Próetus a Pirene, había demostrado resistencia a ser considerado un esclavo más. Era un niño altivo, orgulloso y rebelde, que tenía muy presente su cuna noble y que en numerosas ocasiones se había hecho reprender severamente de otros esclavos adultos del palacio por sus caprichos y altanería. Con el pasar de los días dejó de creer en la promesa de Pegaso que les había hecho Polyeidos, y desconfiaba de él y de todos los adultos que le representaran autoridad. No escuchaba la palabra de los esclavos del palacio, y prefería no estrechar mucho los lazos de amistad con los otros huérfanos, al considerarlos inferiores a él, especialmente al silencioso Beler por su introversión y por ser el más pequeño de todos. Además, sentía desprecio por Eirene, a quien encontraba escandalosa y fastidiosa. Sin embargo era un niño inteligente, y comprendía a la perfección su posición y la de la niña en el palacio, por lo que la trataba con la cortesía que Próetus le exigía.
Como Kalós en aquel entonces era el más alto de todos, se sentía el líder del grupo y con mucha confianza para la lucha cuerpo a cuerpo, dónde abusaba de la inseguridad y la contextura frágil de Abel. En su mente y corazón, Kalós sentía que lastimándolo y dominándolo en frente de todos los deportistas en el gimnasio le hacía pagar el creerse mejor que los demás por destacar en las lecciones de aritmética y lectoescritura. Sin embargo no pasaba lo mismo con Delíades y Ganímedes, que eran considerados grandes promesas de la lucha y el atletismo a pesar de su corta edad, y contra quienes Kalós se vio siempre en grandes dificultades para obtener la victoria en los deportes.
Delíades y Ganímedes eran dos hermanos gemelos que se parecían física y mentalmente, hijos de una pareja de granjeros que murieron ahogados en una inundación cerca a Argos, en la que los niños estuvieron a punto de morir también bajo el agua. De contextura maciza y siempre llenos de energía, se pasaban los días jugando y luchando entre sí. Les costaba mucho trabajo concentrarse en las clases de lectura y escritura de la mañana; pero en las tardes, completamente dedicadas a los deportes en el gimnasio, eran los que más empeño ponían y demostraban un enorme interés por destacar en todas las disciplinas.
Ambos hermanos eran impetuosos y seguros de sí mismos, y en varias ocasiones se hicieron heridas y se quebraron los huesos mientras eran entrenados por Próetus en el gimnasio. El deporte favorito de Delíades era la lucha, y el de su hermano, el atletismo; pero ambos destacaban también por su prodigiosa habilidad en el lanzamiento de la jabalina y el disco, logrando rápidamente popularidad en toda la polis. El grupo formado por los cinco niños era conocido en Pirene y sus alrededores como los “hijos de Polyeidos”, y al poco tiempo de haber comenzado sus visitas al gimnasio acompañados de Próetus fueron llamados “niños prodigio”, siendo admirados y aclamados por los hombres de la ciudad por su tenacidad y constancia a tan temprana edad, particularmente los dos gemelos, ya que los demás niños de la ciudad comenzaban su educación en deportes a la edad de 12 años.
Polyeidos, dedicado completamente a sus labores religiosas en el templo de Atenea de Pirene, confió el entrenamiento y la educación en ciudadanía de los niños a Próetus, a quien veían casi como al padre que el destino les había arrebatado, o que nunca tuvieron, a excepción de Kalós, quien siempre vio a Próetus simplemente como a un sirviente y a una fruta que debía exprimir para obtener su libertad cuando creciera. Así pues pasó un año, en el que la mayoría de los niños, aun siendo esclavos, fueron adoptando el estilo de vida de potenciales guerreros y ciudadanos formidables, dejando atrás sus trágicos orígenes. No era éste el caso de Beler, cuya mente y memoria a la hora del sueño no jugaba con las imágenes y situaciones experimentadas durante el día, sino que desde su pasado le mostraban una máscara metálica de expresión socarrona, acompañada del galope de caballos y los gritos de los habitantes de Aleion, su desaparecido poblado natal.
En una de esas noches calurosas de verano en las que Beler sudaba y temblaba en su tormentoso lecho, Abel, ya acostumbrado a ayudar a su silencioso amigo en tal situación, le cogió la mano y se la apretó gentilmente, llamándolo por su nombre, para que despertara sin sobresaltos de su habitual pesadilla.
-ABEL: (hablando con un tono muy bajo para no despertar a los demás niños en la habitación) Despierta, Beler. Otra vez tienes una pesadilla. Despierta, que Kalós y los otros se van a despertar si sigues haciendo tanto ruido y se van a molestar contigo una vez más.
Beler entonces despertó en el caldo de su propio sudor y lágrimas, y al identificar en la oscuridad de la habitación los rasgos familiares de la cara de Abel se sintió aliviado, y le abrazó fuertemente como agradecimiento a la soga salvadora que había enviado a la lejana dimensión de su tenebrosa pesadilla.
-ABEL: (dirigiéndose a la salida de la habitación) Ven conmigo, con este calor y todo empapado de sudor es difícil dormir. Vamos al huerto, te quiero mostrar algo.
Ambos chicos, atándose el cinturón de sus túnicas, salieron del oscuro dormitorio y se dirigieron silenciosamente al huerto, donde pudieron respirar aire fresco y admirar el firmamento sin luna adornado de innumerables estrellas chispeantes.
-ABEL: Me pregunto de qué tipo de cadenas cuelgan las estrellas. ¿O crees que no sean cadenas? ¿Colgarán de hilos? (Mira la cara de Beler, quien está observando fijamente el firmamento) No. Deben colgar de cadenas hermosas y resistentes. Si colgaran de hilos, seguro que muchas de las estrellas caerían a Gea. (Beler le mira emocionado por la idea de ver a una estrella de cerca) Me pregunto cómo será una estrella cuando la tengas en tu mano… aun no entiendo muy bien los libros de astronomía del señor Polyeidos, pero seguro cuando sea mayor encontraré en alguno de los más empolvados los materiales de los que las estrellas están hechas y me haré una idea de cómo se verían en mi mano. (Beler le sonríe, aprobando las ansias de conocimiento de su amigo, y luego vuelve a mirar al despejado firmamento) Sí, sí, yo sé que hablo demasiado, pero es que no tengo alternativa. Como tú no hablas me toca hablar por ti. Volviendo a lo de las estrellas, ¿sabías que yo a veces sueño con estrellas? Sueño con el firmamento, tal cual como lo vemos hoy entre estos cuatro muros. Pero es más como una pintura, algo aguada la verdad; y puedo mover las estrellas con mis manos y dibujar mis propias constelaciones… No sabes cuánto quisiera saber con qué cosas sueñas tú. No creo que sean estrellas. Quizás sueñas con la Quimera escupe fuego, o con la mosca que picó y encabritó a Pegaso e hizo caer a Belerofon de su lomo. ¿Sabes? Hoy en tu pesadilla dijiste varias veces un nombre; decías “¡Pyramus, Pyramus!” ¿Quién es Pyramus? Quizás es tu verdadero nombre…
-BELER: (Aun mirando el firmamento) No, es el nombre de mi hermano
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