XIX.
El Santo de Musca
El Santo de Musca
Aldebarán condujo a los cuatro niños a través de varios caminos y trechos. Pasaron cerca de las residencias de los soldados y guerreros novatos, y atravesaron lugares áridos dispuestos para crueles pruebas físicas que algún día los jóvenes tendrían que soportar. Pronto llegaron a una armería donde Aldebarán hizo que los cuatro jovencitos fueran vestidos con armaduras de bronce, cobre y cuero, las que los identificarían como aprendices de Santo de ese momento en adelante. Sus nuevas vestimentas les recordaron lo pesado de los escudos que Próetus les había hecho llevar en los últimos años de entrenamiento en Pirene. Cuando salieron de la armería se encontraron inundados por una espesa nube blanca que había aparecido de repente. “¡No os quedéis ahí como estatuas! ¡Seguidme y apurad el paso!” los llamó Aldebarán mientras se alejaba a grandes zancadas rumbo al suroeste del Santuario.
Pronto llegaron a un pequeño valle que ofrecía una vista singular y que no estaba cubierto por neblina como la mayoría de las zonas del Santuario. Repleto de ruinas y columnas rotas de tiempos remotos, el valle poseía varios estanques y lagunas oscuras, muchas de ellas pantanosas y malolientes. También se divisaba el comienzo de un bosque de árboles frondosos de maderas retorcidas, y a lo lejos sumergida en la espesura del bosque, sobresalía una colina grisácea que se elevaba hasta el cielo como una columna colosal, rodeada de otras colinas menores.
-ALDEBARÁN: (Señalando la oscura floresta) El comienzo de ese boque que veis allá será un límite para vosotros, espero que os quede claro. No sólo porque esté prohibido desertar, sino porque aquella colina rocosa que veis allí en medio del bosque es un lugar casi sagrado, reservado únicamente para el Patriarca. Le llamamos Star Hill.
-GANÍMEDES: Igual, con todos esos estanques pútridos no creo que muchas personas se acerquen a este lugar.
-ALDEBARÁN: Numerosos han sido los atrevidos que han osado escalar Star Hill en busca de los secretos del Patriarca, pero que yo sepa nadie ha salido con vida de esa empresa hasta el día de hoy.
-KALÓS: ¿Y qué se encuentra más allá del bosque?
-ALDEBARÁN: Al salir del bosque estarás muy cerca de Atenas, la gran polis de Attica. Pero si estás pensando en huir nuevamente, déjame advertirte algo si aun nadie te lo ha dicho. El Patriarca ha ordenado darles muerte a los desertores, y todos los límites del Santuario están protegidos por guardias y Santos que vigilan día y noche. De hecho, el Santo que será su futuro maestro, fue asignado desde hace mucho tiempo como el guardia de esta zona.
Entonces, señalando al bosque, Aldebarán les mostró a los cuatro jóvenes un individuo que aparecía poco a poco entre las sombras y que se les comenzaba a acercar a pasos largos, dejando atrás los estanques. Era un guerrero de estatura media, de cabello negro como el de Aldebarán pero corto, y vestía una armadura plateada similar a la del Santo de Sagitta, que brilló intensamente con los rayos del sol de la tarde que se filtraban a través de las nubes que cubrían el Santuario.
-ALDEBARÁN: (Dirigiéndose a Apis con mucha seriedad) Estos son tus nuevos aprendices. Vienen de Pirene, una ciudad cerca a Éfira y han sido bien entrenados en su infancia.
-APIS: (Mirando a los jóvenes con un gesto de disgusto) Es verdaderamente una mala noticia. Convertirme en Santo de Plata para ser tutor de unos mocosos. ¿Por qué no fui enviado como los demás a librar la guerra en el Norte?
-ALDEBARÁN: El que hayas sido nombrado tutor de estos jovencitos no ha sido decisión mía. Si fuera por mí ya sabes que te mandaría en primera línea de guerra a morir congelado en el Norte; aunque considero que es más noble ser maestro de los futuros Santos de Atenea a andar librando las guerras del Patriarca.
-APIS: (Sonriendo ásperamente) Ten cuidado con lo que dices, Aldebarán. En estos tiempos hay que cuidarse de no abrir la boca más de lo necesario en el Santuario.
-ALDEBARÁN: Tienes razón, no diré más al respecto. Si tienes alguna duda habla con Phaetón o con el mismo Patriarca. (Dirigiéndose a los cuatro jovencitos) Bueno niños, aquí os dejaré con Apis de Musca, vuestro maestro. Espero que entrenéis fuertemente y podáis lograr vuestro objetivo de convertiros en Santos de Atenea. Más tarde vendré a llevaros al lugar que os ha sido asignado para dormir.
Con estas palabras Aldebarán se marchó del lugar dejando a los jovencitos confundidos y decepcionados, especialmente Abel, al sentir el desprecio y la actitud del que sería su maestro en el Santuario. Los cuatro miraron a los ojos a Apis, quien se había quedado observándolos como quien mira a una pesada roca que obstaculiza el camino. “¡Y ahora qué se supone que hay qué hacer!” exclamó en voz alta el Santo de Musca, mirando al suelo fangoso y apretando los puños. Los nuevos aprendices de Santo se quedaron petrificados, mirándose los unos a los otros. Los gemelos sintieron que las expectativas de convertirse en magníficos guerreros se desvanecían poco a poco como las nubes que los cobijaban en aquel momento.
-APIS: (Frunciendo el seño) ¡No me miren así, mocosos! Es la primera vez que tengo aprendices y no es una idea que me entusiasme. Preferiría incluso quedarme de guardia por muchos años más en este bosque de muerte.
-DELÍADES: Sólo enséñenos a luchar, señor Santo de Musca. Es lo único que hemos venido a hacer a este lugar. Queremos convertirnos en Santos de Atenea como usted.
-APIS: (Mirando a Delíades a la cara) ¿Santos como yo, dices? Está bien. Sólo conozco una manera para que se conviertan en grandes guerreros.
Al decir estas palabras, Apis abrió un poco los brazos y las piernas, y repentinamente la armadura de plata que portaba cayó al suelo. “Ahora recojan mi armadura y llévenla a ese rincón” les dijo a Abel y a Ganímedes, quienes obedecieron la orden de su nuevo maestro sin entender lo que se proponía. Luego de esto llamó de regreso a los dos chicos y adoptó una posición defensiva ante la mirada sorprendida de sus nuevos aprendices.
-APIS: ¡Vamos, mocosos! El entrenamiento comienza en este mismo instante. Para darles ventaja no portaré la armadura de Musca, y ustedes me podrán atacar los cuatro al mismo tiempo. ¡Vamos! ¿Qué esperan? ¡No usaré todo mi poder!
Los gemelos tomaron entonces posición ofensiva, mientras que Abel y Kalós, sin saber bien qué hacer, miraban al sonriente Apis de pies a cabeza. A pesar de que no llevaba ningún tipo de protección ambos sabían que era imposible vencer a un Santo en el Santuario, así lucharan los cuatro juntos. Y algo en la expresión de Apis indicaba que estaba dispuesto a lastimarlos fuertemente, sin importarle que se tratara de un entrenamiento con jóvenes inexpertos. Kalós y Abel seguían pensando en eso cuando el impetuoso Delíades con un alarido se lanzó en dirección a Apis para golpearlo con su puño derecho.
El Santo lo esquivo con increíble facilidad, con un movimiento que los otros tres aprendices no pudieron seguir con sus ojos. A continuación, Delíades dio media vuelta rápidamente para intentar una vez más golpear a su oponente, y esta vez su hermano Ganímedes saltó al mismo tiempo para intentar propinarle una patada a Apis por la espalda. Una corriente de viento sopló en aquel lugar, y los gemelos creyeron que habían asestado sus golpes sincronizados. La realidad era que la patada de Ganímedes había sido bloqueada con sólo el brazo derecho de Apis, y el dedo índice de su brazo izquierdo había detenido el puño de Delíades. Mientras Ganímedes caía al suelo, Apis agarró a Delíades de la mano que había lanzado el puño y lo lanzó por los aires, cayendo ruidosamente cerca de donde estaba la armadura de Musca. Al ver a su hermano volar por los aires, Ganímedes desde el suelo intentó patear la pierna derecha de Apis para hacerlo caer, pero fue esquivado y tomado de la pierna que lanzó la patada. En fracciones de segundo, Apis levantó a Ganímedes por la pierna y le asestó un puño en el estómago que lo hizo aterrizar cerca de Abel.
-APIS: ¡Vamos! Atáquenme los cuatro juntos. (Mirando a Abel y a Kalós) ¿Qué están esperando ustedes dos? ¿Qué acaso tienen miedo, mocosos? Deben ser valientes como sus lentos compañeros.
Cuando Abel se dispuso a ayudar al adolorido Ganímedes a ponerse de pie, Apis apareció repentinamente a su lado. “¿Qué no me escuchaste, mocoso?” le dijo a Abel antes de darle un fuerte bofetón que lo hizo rodar violentamente por el suelo. Tomando a Ganímedes por el cuello con su mano derecha, retó a Delíades y a Kalós con su otra mano y con su mirada. “¡Vamos! Daré este primer encuentro por terminado cuando alguno de ustedes me dé tan siquiera un golpe. Tendrán que trabajar en equipo para lograrlo, supongo que ya saben trabajar en equipo, ¿no?”
Abel se levantó lentamente del suelo, con su túnica y su armadura enlodadas por completo. En su mirada expresaba la rabia que sentía por el ataque a traición de Apis y, tocándose la mejilla adolorida por el bofetón que acababa de recibir, vio como el Santo apretaba el cuello de su compañero. No sólo él, sino Kalós y Delíades se prepararon para lanzarse contra Apis. A los pocos segundos los cuatro se vieron en el suelo y levemente golpeados sin haber podido siquiera tocar a su ágil oponente, que con sus manos en la cintura se reía a carcajadas al ver a los jóvenes sometidos y embarrados.
-APIS: Supongo que no han entrenado lo suficiente. Me pregunto bajo qué criterios los habrá aceptado Aldebarán como aprendices de Santo… ¡Son lentos! ¡Muy lentos y débiles! No tienen lo que se necesita para convertirse en un Santo de Atenea. Muertos serán más útiles para el Santuario… (Acercándose lentamente a Kalós) ¿Por qué me miras de esa forma? ¿Tienes rabia? ¿Te sientes humillado, ahí, con la cara en el barro? ¿Por qué no utilizas esa rabia para darme un golpe con todas tus fuerzas?
Apretando sus puños, Kalós intentó hacer lo que le había indicado Apis. Lleno de furia intentó lanzarse hacia el Santo de plata y golpearle la cara, sin lograr su cometido. Sin embargo, esta vez Apis se encontró con algo que sus reflejos no le advirtieron. Dos brazos musculosos aparecieron de repente entre los suyos mientras esquivaba el golpe de Kalós. Era Delíades, quien aprovechando que era casi tan alto como su rival e incluso poseía más masa muscular, intentó agarrar a Apis por la espalda e inmovilizarlo. En su sorpresa, el Santo sintió como el joven intentaba incapacitarle los brazos presionándoselos con toda fuerza hacia atrás. En milésimas de segundos, Delíades intentó alzar a su nuevo maestro y ubicarse de tal forma que su hermano Ganímedes, quien ya se dirigía a toda velocidad con una patada, pudiera dar en el blanco.
A pesar de que intentó atacar con toda la rapidez que pudo, Ganímedes no logró dar su patada ya que el Santo de Musca, con un ligero movimiento, se elevó por los aires junto con Delíades para evitar el golpe en un despliegue de habilidades físicas que los jóvenes nunca habían presenciado. Kalós y Abel se quedaron boquiabiertos viendo como Apis había saltado tan alto llevando a cuestas el peso de Delíades. En el aire, en cuestión de segundos, vieron también cómo Apis se libraba de los brazos del joven con una rápida maniobra y luego, después de propinarle un puntapié, lo lanzaba como una roca al suelo.
Tal como una roca sonó Delíades cuando cayó de espaldas al suelo enlodado, a diferencia de Apis, quien cayó elegantemente y sin hacer ruido. Entonces, sintiendo el daño causado en varias de sus costillas, Delíades comenzó a gritar de dolor. Sus tres compañeros se quedaron paralizados, escuchando los alaridos del muchacho que se retorcía de dolor en el lodo. Su hermano corrió a su lado, asustado y olvidando la batalla en la que se encontraban. Abel no sabía qué hacer o qué pensar; nunca había imaginado que el primer día en el Santuario de Atenea, el templo de los Santos que luchan por la justicia, fuera tan terrible y doloroso. Apis, con las lagunas y el bosque a sus espaldas, sonreía y se sentía satisfecho al no haber sido aun golpeado por ninguno de sus nuevos aprendices.
-APIS: (Mirando con una sonrisa burlona a Delíades) ¿Qué acaso esperabas que me quedara sin mover un dedo? Debo admitir que ya lo están haciendo mejor. Y que esta sea su primera lección, el enemigo no se quedará de manos cruzadas mientras ustedes atacan. (Soltando una carcajada) Y otra cosa, mocosos, deben aprender a caer; porque no es una sensación agradable sentir que los huesos se rompen, y se demoran mucho tiempo en sanarse. Supongo que ahora estarás inmovilizado por varios días y eso afectará tu entrenamiento; pero la buena noticia es que los huesos de los niños sanan más rápido, y siéntete agradecido de que la que crujió no fue tu columna vertebral...
Apis no había terminado de hablar cuando Kalós, cada vez más furioso con la situación, se lanzó nuevamente al ataque. Su golpe lleno de rabia fue bloqueado de frente por el Santo, quien en un parpadeo agarró firmemente el puño del muchacho con su mano y no se movió del lugar donde se encontraba.
-APIS: (Dejando de sonreir) ¿Qué haces, mocoso? Aun me sigues mirando de esa forma que tanto detesto. Te gustaría darme una paliza, ¿no? Luego te daré la oportunidad de hacerlo, pero mientras yo esté hablando no vuelvas a intentar interrumpirme.
Abel, con los rayos del sol a sus espaldas, se sintió inútil, débil, y desafortunado. Pensó en su amigo Beler y esperó que las estrellas lo llevasen a mejores manos que las de aquel Santo cruel que sería su maestro los próximos años, que nada tenía que ver con la imagen que había desarrollado en su mente de los valientes Santos Atenienses. “Espero que te haya quedado claro y no vuelvas a arriesgar tu mano de esta forma tan tonta” le dijo Apis a Kalós, mirándolo fijamente mientras le apretaba el puño al jovencito, quien sintió que los huesos de su mano y sus dedos iban a astillarse…
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