II.
LA CAÍDA DE ÍCARO
El sol brillaba más de lo acostumbrado y el calor hacía más difícil el duelo entre los dos jóvenes. El águila que hacía unos minutos había roto la concentración de Delíades continuaba revoloteando por encima de la multitud que exigía bullosamente más golpes y más sudor. Beler sabía que en esta ocasión tendría que ser él quien atacase, ya que el golpe que hacía unos segundos le había propinado en la pierna a Delíades había hecho que el gigantesco guerrero cambiara su posición de ofensiva a defensiva. Un paso en falso y Beler le regalaría la victoria a Delíades, quien lo miraba fijamente desde el otro lado del cuadrilátero, invitándolo al ataque con su mirada y los dedos que sobresalían entre sus brazos cruzados.
-DELÍADES: (Sonriendo) No creas que tú eres el único que puede esquivar ataques. No soy el mismo grandulón al que todos ganaban en cuanto a velocidad en aquellos años en el Santuario.
-BELER: Veo que hiciste caso a las palabras de Aldebarán y mejoraste tu rapidez. Te confieso que estoy impresionado, te has convertido en alguien muy fuerte y rápido, y me recuerdas mucho al gran Aldebarán.
-DELÍADES: Bueno, no me adules tanto que luego me será más difícil aplastarte. Si quieres me puedes seguir alabando cuando la armadura de Pegaso esté en mi poder.
El imaginarse a Delíades portando la armadura de Pegaso generó un sentimiento de ansiedad en Beler, quien tenía muy claro que la desesperación era una de las sensaciones que debía controlar si quería ganar en un combate. Pensó en la instrucción de su maestro y tomó la posición ofensiva nuevamente. La sangre comenzaba a fluir de forma agitada por su cuerpo y su mente se enfocaba en el siguiente golpe, cuando de pronto, detrás de Delíades y muy a lo lejos, identificó entre la multitud a Berenice. ¡Cómo ignorar el rojo de su túnica y sus cabellos, aun más rojos por efecto de la luz de aquel sol incandescente de medio día!
Desde la tribuna la cara familiar de Berenice le infundió a Beler la fuerza y esperanza que necesitaba para continuar con su ataque. Llevaba su cabello trenzado como siempre lo portó en el Santuario, pero la máscara que llevaba en las batallas no cubría su blanco rostro. Su mirada estaba posada en Beler, de la misma forma en que Delíades lo tenía en la mira, intentando predecir su próximo movimiento. Beler creía que sus movimientos eran impredecibles, mas cuando se lanzó nuevamente al ataque, comprobó que no sólo fueron previstos por Delíades, sino esquivados una vez más. Pero esta vez el gigantesco oponente contraatacó con una rapidez sorprendente y agarró a Beler con sus musculosos brazos, levantándolo del suelo y abrazándolo fuertemente.
El cuerpo de Beler había sido completamente inmovilizado por Delíades, que presionaba la espalda de su oponente contra su cara sonriente y sus pectorales de hierro. Entre la multitud sorprendida, muchos aplaudían al rápido gigante y gritaban de emoción, mientras que otros apretaban sus puños al ver como Delíades oprimía de forma tan bestial el cuerpo de su contrincante. Entre estos últimos se encontraban Berenice y la doncella del palco especial, quienes sufrían particularmente con esta escena que les ofrecía el duelo por la armadura de Pegaso, al punto que comenzaban a herirse con las uñas las palmas de las manos de tanto apretar los puños.
-DELÍADES: (Con la mejilla izquierda presionada sobre la espalda de Beler) No te resistas más, ¡ríndete! No te quiero seguir haciendo más daño. Ésta es una técnica que aprendí en el Norte de este país, y créeme que si me lo propongo no te dejaré ningún hueso intacto. No me importa que seas mi amigo, lo daré todo por convertirme en Santo de Atenea. Por favor ríndete que no quiero ver a la señorita Eirene llorando por ti una vez deje tu cuerpo hecho añicos. Cuando te recuperes de este combate podrás regresar al Santuario y obtener alguna otra armadura de bronce.
Si Beler hubiera podido hablar, le hubiera contestado que él también lo debía dar todo para convertirse en Santo de Atenea, que era su destino portar la armadura de Pegaso, y que no se podía rendir. Pero los únicos sonidos que su cuerpo pudo producir en ese instante fueron un grito ahogado y el sonido de sus huesos comprimiéndose ante el violento abrazo de su contrincante. Todo su cuerpo había sido inmovilizado y estaba experimentando un dolor que nunca antes había sentido. Sus brazos, aprisionados entre los brazos de Delíades, estaban bloqueados para resistirse al ataque o montar algún tipo de defensa que impidiera la compresión de sus huesos; y sus piernas, al aire, sólo podían temblar como reflejo de la presión que sentía su columna vertebral.
Delíades aumentaba con cada segundo la presión que ejercía sobre su oponente, incrementando al mismo tiempo su musculatura y logrando un efecto visual extraño sobre las cicatrices que cubrían su torso desnudo, que ahora estaban hinchadas y rosadas, producto de la sangre viajando a toda velocidad en su gigantesco cuerpo. A Beler le estaba costando mucho trabajo respirar, y por mucho que abriera la boca de dolor, el aire no llenaba sus pulmones. El sólo pensar que su imprudencia podía costarle la armadura de Pegaso le heló la sangre que ahora estaba casi toda acumulada en su cabeza que sentía a punto de estallar. Su sudor se tornó frío, contrastando con el calor de los torrentes de sangre que sentía fluir en los brazos que lo aprisionaban tan sofocantemente. De repente, sintió como algunas de sus costillas cedieron a la presión y comenzaban a fracturarse y a perforar sus pulmones. Esta sensación lo hizo abrir los ojos que, durante el tiempo que el abrazo había durado, los había mantenido cerrados con los parpados muy apretados. Entonces, a escasos metros, pudo ver a Eirene sentada a la sombra en su palco especial.
Beler vio cómo la doncella le miraba fija y estáticamente como una pintura. Su rostro inexpresivo intentaba ser coherente con la imparcialidad que su posición exigía; con la imparcialidad con la que el señor Polyeidos, en caso de continuar con vida, hubiera observado la batalla y otorgado la armadura de bronce. Pero los brillantes ojos con los que Eirene miraba a Beler escondían algo para toda la bullosa multitud que observaba el duelo; algo que sólo tenía significado para este hombre que ahora se encontraba en una situación tan peligrosa.
Mirándolo fijamente, Eirene intentaba recordarle a Beler la promesa que de niño le había hecho a escasos días de que los huérfanos partieran al Santuario Ateniense hacía 8 años. Quería expresarle con ojos al borde de las lágrimas que no le importaba que la armadura de Pegaso quedara en manos de Delíades; lo que ella quería y le preocupaba era su bienestar, que cumpliera su promesa de regresar a Pirene sano y salvo y se mantuviera así mientras ella estuviera con vida. Beler también recordaba aquel día como si fuera ayer, y recordaba la promesa que le había hecho a Eirene cuando ambos eran niños y observaban el firmamento reflejado en las cálidas aguas de las fuentes de Pirene, esperando inútilmente ser testigos de alguna lluvia de estrellas de las que tanto hablaban Polyeidos y Próetus, la mano derecha del abuelo de Eirene.
Mientras Beler estuvo aprisionado por los brazos de Delíades, no sólo los ojos llorosos de Eirene, la hermosa niña, y la promesa infantil que le hizo a ésta, sino las imágenes del resto de su infancia y adolescencia, pasaron por su mente y se reflejaron en los brillantes ojos claros de Eirene, la hermosa mujer. El polvo de la arena donde se encontraban luchando le recordaba las arenas del Santuario donde había pasado cinco años entrenando junto a otros jovencitos inexpertos; los brazos musculosos de Delíades que le estaban quebrando su cuerpo le recordaban los mismos brazos de su tutor en el Santuario, el gran Aldebarán; y los gritos de la multitud de espectadores le recordaban los gritos aterrorizados de los habitantes de su poblado natal cuando éste fue arrasado.
En aquel momento toda su vida pasaba delante de sus ojos, como un remolino de imágenes que le recordaban que el llegar nuevamente a esta ciudad y cumplir la promesa que le había hecho a Eirene no había sido algo fácil. Sentía que si el destino estaba escrito en los astros, como alguna vez lo creyó, ese destino era justamente vencer en este duelo y obtener la armadura de Pegaso. Creer en el destino, en las sorpresas seguras que traería el avenir, era lo que muchas veces le había dado fuerzas para seguir adelante; pero entonces, escuchando en su mente las inmortales palabras de su amigo huérfano Abel, recordó que en ocasiones había que labrarse el destino con las propias manos y sudor si las personas querían cambiar una situación a su favor.
El pensar en la mirada protectora y cariñosa de Eirene, y en la tranquila y melancólica sonrisa de su amigo Abel, hizo que el cuerpo de Beler se estremeciera y recuperara el calor que estaba perdiendo ante el ataque de Delíades. El fulgor del sol se posó en sus ojos, y sus pulmones, que habían estado perdiendo poco a poco el aire, se llenaron de un cálido aliento que, para Beler, era de procedencia divina. Entonces cerró los ojos y cerró la boca, apretando fuertemente los dientes, aun más de lo que Berenice e Eirene los tenían apretados.
Delíades sintió cómo la posición pasiva a la que había relegado a Beler con su técnica cambiaba repentinamente, por lo que intentó aumentar más su fuerza de opresión mediante un rugido potente que estremeció hasta el último rincón de la arena y que asombró a la multitud, que no entendía qué ocurría entre aquellos dos hombres. Pero los brazos de Beler ya comenzaban a ejercer oposición a la prisión muscular que lo contenía, y las venas de todo su cuerpo se inflamaron y comenzaron a emanar calor de tal forma que Delíades sintió quemarse mientras intentaba dominar esa fuerza imparable.
Ante la pasmada mirada de los espectadores, un vapor comenzó a emanar de ambos guerreros, producto del sudor evaporado a causa el calor generado por el cuerpo de Beler, cuya piel comenzaba también a relucir. Entonces, cediendo la presión de su abrazo, Delíades sintió como el pié derecho de su rival se apoyó fuertemente sobre su muslo para tomar impulso y de un salto escapar de la prisión. La multitud de espectadores, a excepción de unos cuantos Santos de Plata que observaban el duelo, no pudo ver por la rapidez del acto el momento en que Beler escapó de los brazos de su oponente, y para cuando lograron posar sus ojos en el guerrero, éste se encontraba a varios metros del suelo, perdiéndose en el intenso azul del cielo que los cobijaba aquel día.

Beler, desde el aire, pudo divisar a su contrincante en el centro de la polvorienta arena, y a la multitud de personas que, incrédulas ante la magnitud del salto del guerrero, intentaban cubrirse del brillo del sol con sus manos para poder identificar su posición aérea. Aun con el fuego en su interior, con unas cuantas costillas rotas, con el sol a sus espaldas, y con el viento en su reluciente cara, Beler, recurriendo a su ligereza, se dispuso a atacar utilizando la técnica que aprendió de Berenice hacía ya varios años, a la cual llamaba “la caída de Ícaro”. Beler sabía que Delíades había observado varias veces esta técnica en el Santuario, pero lo único que el gigante podía hacer contra ella era defenderse; y si su defensa no era lo suficientemente efectiva, significaría su derrota inminente.
Delíades, aun resintiendo el ardor de la anterior escena, sabía que Beler utilizaría el brillo del sol para ocultarse y que lo atacaría con la técnica especial de Berenice. Fue así que se plantó firmemente en el suelo, con el peso de todo su cuerpo sostenido sobre su pierna derecha, y alistó también su brazo izquierdo, el del escudo, para cubrirse del ataque de Beler. Hizo un gran esfuerzo para ver la posición aérea de Beler, pero sólo vio una sombra que creyó confundir con Altaír, el águila que lo había distraído anteriormente. Cuando menos lo pensó, sintió caer sobre el escudo que protegía su brazo y cara un potente golpe en forma de patada que llegaba como un rayo desde cielo. Mientras los pedazos de madera del escudo comenzaban a esparcirse lentamente a su alrededor, Delíades pudo observar en fracciones de segundo los ojos bien abiertos de Beler y el fuego que en ellos ardía. Esta expresión en la cara de Beler, aun estando en el aire, lo distrajo por unos momentos del dolor que estaba a punto de causarle la fractura que el ataque aéreo había dejado en su brazo izquierdo.
-BELER: (Luego de haber posado sus pies en tierra y palpándose las costillas con la mano derecha) Perdóname Delíades, pero no me puedo rendir. Y no quiero una armadura de bronce diferente a la que el difunto Polyeidos me había prometido si me convertía en un gran guerrero.
-DELÍADES: (Agarrándose su brazo izquierdo fracturado, el cual comenzaba a sangrar por las astillas de madera que tenía profundamente enterradas) Te conozco desde que eras un niño traumatizado e introvertido, y entrené contigo mientras crecíamos aquí, en el palacio del señor Polyeidos, y también en el Santuario. Hemos compartido la misma historia y, aunque no sé de tus aventuras en el sur con Berenice y Heracles, te digo que hasta aquí llega tu camino. Tu sueño se cruza ahora con el mío, y a pesar de que yo tenga malos mi brazo y mi pierna, no dejaré que tu historia de héroe continúe, porque ése es mi destino. Está escrito en las estrellas fijadas en las alturas y tengo una promesa que cumplir.
-BELER: (Encendiendo una vez más el fuego en sus ojos y adoptando una posición ofensiva) Las estrellas a veces desaparecen del firmamento y caen a Gea en forma de lluvia… yo también tengo una promesa que cumplirme a mí mismo. Y te equivocas; no es el final de mi historia, es sólo el comienzo.
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